Anson y Jones tomaban precauciones en el periódico de ayer. El periodista decía, y creo que frivolizando gravemente la hondura de su pecado, que si alguna vez acosó a una mujer sería a versos. El cantante que si hubo acoso él fue la víctima: «Ahora me tiran flores pero antes eran bragas». Sus precauciones son divertidas, pero no les servirían de nada si alguna mujer los enfilara, aludiendo a una noche, un lugar, hace tiempo. La razón es que el llamado Me too y sus excrecencias no solo tienen que ver con la verdad. La verdad de los hechos cuenta en supuestos como el de alguien que utilizó –o no– la violencia como forma de persuasión sexual o tomó –o no– represalias contra la que no se había sometido a su deseo. Pero en muchos de los relatos metiómanos puede darse un extraño acuerdo fáctico entre el supuesto verdugo y la supuesta víctima. Hace dos semanas el New Yorker traía un reportaje de gran interés sobre Elizabeth Loftus, la célebre investigadora de los recuerdos, que como dice la revista «borró la idea de que existe una capacidad de memoria permanente y estable en los seres humanos». Loftus declaró como perito de la defensa en el juicio contra Harvey Weinstein, lo que le trajo los habituales problemas cancelatorios. En un momento de su declaración contestó de modo afirmativo a una pregunta crucial del abogado: «¿Puede ser que un hecho que no fue traumático en su momento sea considerado traumático más adelante?».
Etiquetar, después de los años, un hecho de traumático es, según Loftus, una vía preferente para la creación de falsos recuerdos que apuntalen la nueva calificación de los hechos. Pero ni siquiera es preciso llegar a esta zona de sombra radical. El sujeto que en determinadas circunstancias dio su consentimiento a una relación determinada dice 20 años después que ese consentimiento fue en realidad forzado. Lo que ayer fluyó hoy le repugna. Dejemos aparte ahora la compleja cuestión de si el sujeto que vivió aquellas circunstancias es el mismo que las recuerda. Lo decisivo es que el foco de la moral vigente, e incluso el de los tribunales de Justicia, se proyectará, va a proyectarse sobre un recuerdo. Y por lo tanto hay que traer obligatoriamente estas palabras de Loftus: «[El recuerdo] no es fijo e inmutable, no es algo recóndito que se conserva grabado en piedra, sino un ser vivo que cambia de forma, se dilata, se contrae y se expande nuevamente, una criatura parecida a una ameba». De ahí que en tantas intervenciones metiómanas convenga advertir, como si de cajetillas de tabaco se tratara: «No denunciamos hechos, sino recuerdos».
Arcadi Espada