El primer tiburón del que se tiene noticia es Cladoselache, una especie de máximo dos metros de longitud que vivió hace 400 millones de años, en el periodo Devónico, pero la diversidad de ese superorden de peces cartilaginosos ha alcanzado desde entonces tamaños y fuerza inmensos para batallar con los incontables depredadores que les han competido desde la prehistoria hasta nuestros días.
Por eso es que, acaso de forma involuntaria, un enemigo de los escualos, Donald Trump, acierta cuando pide no alarmarse por la matanza de esos animales, reivindicando la sopa de aleta, con el argumento de que hay una inmensa población de ellos y, sin duda, estarán aquí cuando el ser humano haya perdido la lucha hacia la extinción.
Los tiburones vieron surgir y extinguirse a los dinosaurios durante Jurásico y Cretácico. Su estructura, aun con los cambios entre órdenes, mantiene características recurrentes como mandíbula con dientes serrados e incisivos y dentadura que mudan periódicamente, así como aleta dorsal en la mayoría de especies, olfato superdesarrollado y un silencioso y letal nado.
El gran blanco (Carcharodon carcharias, Diente agudo) es el mayor de la familia hoy en día entre los depredadores carnívoros, con un máximo de seis metros de largo algunas hembras, porque el denominado tiburón ballena, más grande, solo se alimenta de plancton. Este inmenso cazador, sin embargo, era apenas de un tercio de la talla del megalodón (Carcharodon megalodon, Diente grande), con el que convivió durante unos 15 millones de años en el Cenozoico, un monstruo marino que alcanzaba los 18 metros de longitud y se extinguió hace 2.6 millones de años.
Ambas especies tuvieron un ancestro, Carcharocles angustidens, una criatura prehistórica que patrullaba los mares hace 25 millones de años con un tamaño cercano a los 10 metros y cuyos dientes serrados, encontrados en una playa de Victoria, Australia, aún tienen su filo mortal, de acuerdo con el paleontólogo Erich Fitzgerald, quien dio a conocer el “importante y raro hallazgo” de una aficionada hace unos días en Melbourne.
Como decíamos antes, Trump se ha convertido en un detractor de los escualos, pero quien más responsabilidad debe tener sobre el temor generalizado hacia la especie es Steven Spielberg con su película Jaws (1975), basada en la novela de Peter Benchley, estelarizada por Roy Scheider y Robert Shaw, con la que el espectador se quedó con la impresión de una criatura comehombres.
Según una numeralia de National Geographic, la posibilidad de muerte de un ser humano a causa de un ataque de tiburón es de una entre tres millones 700 mil y por cada persona que pierde la vida por esa razón, el hombre mata unos dos millones de escualos, pese a que de las 375 especies, solo 12 son consideradas peligrosas. Sin embargo, la historia del villano del mar sigue siendo atractiva y ha generado producciones como Shark Week, una serie que ya cumple 30 años, y ahora mismo el filme The Meg (Megalodón, Jon Turteltaub, 2018), que aporta a la trama de pánico sobre el gigante extinto hace 2.6 millones de años, pero que reaparece en nuestra época por partida doble solo para ser presa de un cazador inverosímil personificado por Jason Statham.
Por supuesto, la anécdota que da pie a la resurrección del megalodón nada tiene que ver con un experimento tipo Jurassic Park ni al hallazgo real de un diente serrado de esa especie que fue datado hace 10 mil años, dato refutado con pasión por una parte de la comunidad científica, pues pondría al animal en convivencia con el hombre primitivo. Sí es muy probable, en todo caso, que como dice Trump, ese animal, en alguna de sus presentaciones, domine el reino marino cuando nosotros hayamos partido.
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Alfredo Campos Villeda
México /