Por un maravilloso cartel de la Comisión Nacional para el Conocimiento y Uso de la Biodiversidad me entero de que con unas mil 800, México concentra casi 10 por ciento de las especies conocidas de mariposas en el mundo, donde el número ronda por 146 mil, entre mariposas propiamente y polillas.
En español bautizado con la apócope de María, “Mari”, y “posa” derivada del verbo posar, este pequeño insecto de boca chupadora, como lo define el Diccionario de la Lengua Española, tiene interesantes nombres en otros idiomas, como papalotl, en náhuatl, del que se deriva el nombre “papalote” para las cometas, y papillon en francés, cuya pronunciación es una exquisitez.
Más intrigante resulta la combinación que le da nombre en inglés, butterfly, y por eso el Diccionario Collins conjetura que a partir de la voz inglesa antigua buttorfleoge puede ser que el nombre estuviera basado en la creencia de que las mariposas robaban leche y mantequilla (butter), coronado todo con la palabra fly como verbo, “volar”, o como sustantivo, “mosca”.
Si hay otra lengua que hace justicia a la belleza de estos lepidópteros es la italiana con su voz “farfalla”, que a muchos remitirá a un rico platillo de pasta, farfalle, que significa mariposas, pero que los que de latín e italiano saben, como el portal Vivere all’italiana, resumen como “insecto que se mueve vibrando”.
Divididas en cinco grandes grupos, la Conabio clasifica las mariposas mexicanas en “alas de seda”, “saltarinas”, “blancas, amarillas y azufres”, “cometas” y “patas de cepillo” y las presenta con una baraja de nombres tan inmensos como ellas mismas desplegadas después de la metamorfosis, por supuesto, desde “Alma”, “Dormilona naranja”, “Papelillo” y “Blanca tigre” hasta “Plebeya”, “Cristal rayada”, “Cometa cebra” y la más célebre, la “Monarca”.
El tiempo y la mancha urbana se han comido la vida silvestre del poniente capitalino, donde abundaban las monarca y una pequeña especie blanca todavía en los años ochenta, cuando empezaron a desaparecer los espacios verdes y los ríos.