Tel Aviv, Israel. Las guerras sacan lo peor de la humanidad. El odio que se transforma en brutalidad y barbarie. Enfrentamientos sin sentido que no llevan a ningún lado. La violencia provoca más violencia, más rencor y menos posibilidades de que las agresiones paren.
Hoy, dos años y una semana después de lo ocurrido el 7 de octubre de 2023, las dos partes del conflicto tendrán que valorar si valió la pena lo que se hicieron en este tiempo.
Por lo que veo en Israel y lo que me envían desde Gaza, en ambos territorios hay tranquilidad y certeza de que, por ahora, el vecino no va a atacar. No irrumpirá con armas para matar a quemarropa y secuestrar jóvenes, mujeres, hombres, adultos mayores y cualquiera que se atraviese en el camino.
Tampoco se temen ataques con drones, misiles ni explosiones. Las escuelas y hospitales, o lo que queda de ellos, han vuelto a ser lugares seguros.
Sin embargo, quedaron tocados de por vida. Perdieron familiares, conocidos o amigos. En Gaza miles se quedaron sin casa, sin techo o un sitio donde dormir. En Israel vivirán con el trauma de los secuestros y asesinatos del día que empezó todo.
El gobierno de Netanyahu y el de Hamás se autoproclamaron ganadores. Para mí, los dos perdieron y mucho. Solo nutrieron su ego sin el debido arrepentimiento. ¿Qué necesidad tuvieron de orquestar tal sufrimiento?
El fin de semana y ayer en Tel Aviv visité la plaza de los rehenes. Entre fotografías de los caídos y sobrevivientes, se dieron abrazos, sonrieron, cantaron, bailaron y se emocionaron.
Si la felicidad es tan evidente en ambos lados cuando hay paz, por qué carajos iniciar una guerra.
La culpa es de Hamás y sus atrocidades del 7 de octubre. De Israel y su adicción por matar a miles de personas con el pretexto de buscar terroristas. Pero también es culpa de Rusia y su necedad de conquistar lo que no es suyo. Y en México nos matan los grupos criminales con las sustancias que producen y venden, con las desapariciones que ejecutan, el reclutamiento forzado, los secuestros y los brutales asesinatos.
Pareciera que la humanidad se quiere destruir a sí misma con sus conflictos y con sus guerras. Pero cuando hay paz, vaya que se reconoce nuestra decencia.
Esos abrazos, esos cantos, esos bailes de estos días en Israel y en Gaza. Esas lágrimas de felicidad porque dejaron de sufrir, aunque sea un instante, muestran que aún nos queda humanidad, y para conservarla hay que dejarnos de matar.