Anoche, mientras hacía scroll en Instagram, vi un video de la asesora de moda @rossrodriguezd con una frase que me detuvo: “No normalices la resiliencia”. Me quedó dando vueltas. ¿Y si admirar a quien siempre “aguanta” sostuviera, sin querer, entornos que enferman? Busqué evidencia y hallé un artículo, The Burden of Bouncing Back: A Critical Reflection on Resilience and Student Mental Health Nurses. Sus autoras explican que convertir la resiliencia en mantra desplaza la atención de los factores estructurales hacia la persona, responsabilizándola de soportar lo que el sistema no corrige; y proponen volver a la prevención, el descanso y el cuidado organizacional.
Hace unos días conmemoramos el Día Mundial de la Salud Mental (10 de octubre). La fecha pasó, pero el mensaje queda: cuidarnos no es egoísmo ni lujo, es una responsabilidad compartida. Pongamos el foco en la recuperación: no es vivir en alerta, sino volver a estar bien después del esfuerzo. Recuperarse lleva tiempo. No ocurre de inmediato. En lugar de exigir resultados al momento y aplaudir la rapidez, mejor creemos las condiciones para que sigas avanzando sin volver a desgastarte.
¿De qué hablamos cuando hablamos de desgaste? De pequeñas tensiones que, sostenidas, se vuelven un impuesto al cuerpo y a la mente: peor sueño, irritabilidad, antojos, niebla mental, menos paciencia. Si el aplauso siempre es para quien no se detiene, el mensaje implícito es: “vales por cuánto aguantas”. Ese marco borra contextos y silencia la ayuda. Podemos hacerlo distinto.
Propongo cuatro estrategias basadas en evidencia que estuve revisando para cuidarte y cuidar a tus equipos —familia, colaboradores, amistades— sin glorificar el cansancio. Son acciones simples que, repetidas, construyen salud.
1) Pausas con propósito. Interrumpe el piloto automático varias veces al día. Microdescansos para mirar lejos, respirar, estirarte o caminar se asocian con menos fatiga y energía más estable. No es perder tiempo: es mantenimiento del sistema.
2) Sueño como pilar. Adelanta 30–60 minutos tu hora de dormir esta semana y protege una rutina nocturna sencilla: luces más bajas, pantallas lejos, una lectura breve. Dormir mejor se vincula con mejor salud mental.
3) Límites que cuidan. Define ventanas de respuesta, apaga notificaciones fuera de horario y deja tiempos de transición entre actividades. Un límite claro dice: importas tú y lo que hacemos. Los límites no frenan el compromiso, lo ordenan.
4) Comunidad que sostiene. Pedir y ofrecer ayuda —apoyar con una responsabilidad, acompañar a una consulta, cocinar— convierte la resiliencia en un bien compartido. No romantiza el aguante: lo humaniza. A veces un “yo me encargo” a tiempo vale más que cualquier discurso.
Volvamos al punto de partida. La narrativa de “rebotar siempre” puede volverse una carga moral: si te quiebras, parece que fallaste. La pregunta justa no es “¿por qué no fuiste más fuerte?”, sino “¿qué te está quebrando y qué cambiaremos para que no ocurra?” En casa, en la escuela, en el hospital, en la oficina: el cuidado se diseña. Cuando se diseña bien, las personas no viven en modo supervivencia.
Demos algo mejor que aplausos a quienes han tenido que levantarse mil veces: tiempo, escucha, reglas justas y descansos verdaderos. Vale recordar que parar también es avanzar. Antes de normalizar la resiliencia y admirar a quienes siempre se levantan, preguntémonos por qué caen, qué del entorno impide que fluyan en su vida y actividades, y qué vamos a cambiar —juntos— para que sea posible vivir más y mejor.
