Pasado mañana se cumplen 28 años del asesinato de Luis Donaldo Colosio. Se truncó en aquel annus horribilis de 1994, además de una vida, un ideal. Cito palabras de Diana Laura Riojas para explicarlo: “Lo dijo muchas veces, quería ser presidente, pero quería hacerlo con los votos convencidos de los ciudadanos, con elecciones ejemplares, de las que nuestros hijos se pudieran sentir orgullosos. Luis Donaldo quería un futuro de paz y concordia; quería un solo México, sin divisiones, sin violencia, sin rencores, entre hermanos”. Yo lo resumiría así: fue un conciliador que quiso construir puentes sobre una orografía política agreste. Colosio fue un demócrata en el lugar y el tiempo equivocados.
En el libro colectivo Colosio: el futuro que no fue escribí lo siguiente: “Recuerdo y atesoro una frase que me expresó alguna vez (al filo de la medianoche, tras de una de nuestras sesiones de squash en el Club Altavista de CDMX), con el desasosiego de su dilema a cuestas: ‘quiero que el partido gane, chingao, pero sé que por el bien de México algún día tiene que perder’” (Proceso, 2014, p. 50). Donaldo era un hombre de bien. No el santo esculpido en los meses posteriores a su muerte, tampoco el demonio que algunos quieren dibujar ahora: era una persona de buenas entrañas que quería catalizar la transición democrática desde adentro. Ni el crítico más escéptico y despiadado del sistema, el subcomandante Marcos/Galeano, lo considera corrupto o avieso: lo ve como un boy scout buscando hacer la obra buena del día (1994, Netflix). Pero no, tampoco era un ingenuo. Su lealtad era tan puntual que estaba donde tenía que estar, lejos de cualquier maximato.
Imposible evocar hoy a Luis Donaldo Colosio Murrieta sin hablar de Luis Donaldo Colosio Riojas, su hijo, que está en boca de todos. Se mantuvo alejado de la política durante años, pese a que le ofrecieron incontables candidaturas. Hizo su vida como Dios le dio a entender, se sobrepuso a la adversidad y forjó su personalidad y su propia historia. Finalmente, por azares del destino, cambió de parecer y movido por el idealismo ingresó al servicio público. Hoy es alcalde de Monterrey. Entró a un pantano donde se arroja más lodo a quien descuella, especialmente cuando lo resaltan las encuestas. Como si debiera renegar de su origen, le han llegado a reclamar que porte su nombre, que es suyo y que para bien y para mal ha cargado toda su vida. Yo no sé si él quiera seguir en esta carrera, y él sabe que yo no se la recomiendo. Pero si opta por continuar, si a pesar de todo persevera, habrá otro hombre de bien en la política.
El hecho es que este joven despierta simpatías por la bonhomía y la sensatez que se labró él mismo y, sí, por su nombre. Shakespeare embelleció una vana ilusión: en su desesperado intento de desestimar el encono familiar que se interpone entre ella y Romeo, y alegando que una rosa tendría el mismo aroma si se llamara de otra manera, Julieta pregunta: What's in a name? Los nombres importan. No hay que suscribir la tesis lacaniana del significante para comprender que heredar una homonimia conspicua puede oprimir o elevar: es ancla que frena o hélice que impulsa a volar y a dejar una estela propia. A Donaldo Jr. lo ha elevado en alas doloridas. Algunos solo ven las ventajas de llevar un nombre que está en calles y plazas de todo el país; otros sabemos lo difícil que le ha sido luchar desde los ocho años de edad contra un dolor que amagaba eternizarse y entendemos que cambiaría toda su fama por ver a sus hijos convivir con los abuelos.
Luis Donaldo Colosio Riojas decidió, hace un año, despedirse políticamente de su padre y emprender su propia ruta. Dejémoslo decidir su futuro sin presiones. Suya, y de nadie más, ha de ser la decisión, puesto que suyas serán las consecuencias.
@abasave