Los mexicanos sabemos que nuestra corrupción es endémica. La padecemos cotidianamente, vía moches, cada vez que nos topamos con la policía o hacemos trámites burocráticos. La vemos en escándalos mediáticos que reseñan el enriquecimiento de gobernantes o la connivencia entre autoridades y criminales. Por eso en los estudios demoscópicos, los que miden percepciones, nuestro país aparece entre los más corruptos del mundo. Pero atención, esa podredumbre es apenas la punta del iceberg. Hay muchas corruptelas de las que ni cuenta nos damos. Si buceamos un poco podemos concebir el tamaño real de la corrupción en México, que es mucho mayor de lo que creemos.
En las últimas semanas, nos hemos enterado de casos tan atroces como insospechados. Supimos, años después de su creación, de un cártel en el sureste jefaturado por el secretario de seguridad estatal, de un esquema de contrabando de combustible orquestado por mandos de la Marina y, para colmo, de un probable amaño del certamen de Miss Universo que ganó una paisana nuestra realizado por el codueño de la franquicia, un señor metido en mil negocios sucios en el sexenio pasado que se paseaba por el mundo como empresario respetable. Resulta que esta persona, que aparece muy oronda en fotografías de ceremonias previas al concurso, ¡es testigo protegido de la Fiscalía para revelar los intríngulis delincuenciales en que participaba!
No sé qué cosas haya cambiado la 4T, pero la corrupción no es una de ellas. La impunidad, los mecanismos, las complicidades, todo sigue igual. Lo mismo en la corruptela nuestra de cada día, la transa hormiga, que en los inmensos saqueos instrumentados desde el vértice del poder. Y es que el problema no se resuelve con voluntarismo. Está enraizado en incentivos perversos que hacen más conveniente evadir o violar la ley que cumplirla, en complejas maquinarias de bribonería que benefician a muchos y que se perpetúan en la protección de gobiernos autoritarios, y su solución presupone estrategias sofisticadas y contrapesos, no demagogia.
Pensemos en un número no menor al dos y multipliquémoslo por el promedio de recursos que, según lo consabido, se malversarían anualmente en México. Quizá de ese modo podamos darnos una idea de las dimensiones de la masa de hielo corrupto y corruptor que está abajo del mar de turbiedades mexicanas. Hagamos tres cosas más: calculemos cuántos hospitales y escuelas y casas se habrían podido construir si no se hubieran robado nuestros impuestos, luego indignémonos y finalmente juremos no resignarnos, no perdonar a los que roban “pero salpican” y, sobre todo, no justificar otra vez la pillería que se hacía en los tiempos del viejo PRI, como si por ser filantrópico el ogro tuviera derecho a la autocracia y a una tajada del erario.
Si pudiera hablarle a la base social de la 4T le pediría verse en el espejo del siglo pasado. AMLO fue como los presidentes de entonces: dio apoyos y repartió dinero, pero mantuvo intacta la corrupción. Ahí están Segalmex, la Barredora, el huachicol fiscal y los miles de millones saqueados. No sacralicemos a nadie. Vigilemos, cuestionemos, exijamos rendición de cuentas. Recordemos que mientras más se concentra el poder, más se esparcen los corruptos, y que la mezcla de autoritarismo y subsidios acaba mal.