El caldo de cultivo del populismo fue el enojo social. La globalización gestó sociedades más informadas y demandantes y propició, así, crecientes reclamos de las masas ante la desigualdad y los privilegios económicos y políticos de las élites. Lo que me parece más sorpresivo y preocupante, sin embargo, es que el antielitismo haya llegado a la ciencia. Es decir, que mucha gente recele de los académicos que han dedicado su vida a la investigación científica y que han descollado como expertos en sus disciplinas, especialmente en medicina y vacunología.
La suspicacia frente a las vacunas parte del hecho de que su producción y venta obedecen a la lógica de lucro de las grandes empresas farmacéuticas. Hasta aquí podemos encontrar cierta racionalidad: los laboratorios transnacionales son emporios codiciosos que suelen expoliar a los pacientes con fármacos excesivamente caros de los que incluso han llegado a ocultar riesgos fatales. Son villanos que se han ganado su mala fama, pues. El problema es que ahí no terminan las objeciones de los antivacunas. Muchos de ellos profesan el conspiracionismo y, sin bases empíricas, atribuyen su aplicación a paranoides móviles de control o manipulación. Las conspiraciones caen en tierra fértil en un fanatismo libertario que repudia los mandatos gubernamentales de vacunación.
Los movimientos antivaxers, como otros que enarbolan banderas antielitistas, siguen la consigna del “no creas lo que te dicen, investiga por ti mismo”. Lo proclamó oficialmente Robert F. Kennedy Jr., secretario de Salud de Estados Unidos, en su reciente comparecencia ante el Congreso de su país. He aquí lo más grave: rechazan los dictámenes de especialistas como si fueran inherentemente perversos y creen que cualquiera tiene acceso a la verdad en internet. Confunden información y conocimiento. Lo que se puede obtener mediante búsquedas en Google no son más que hipótesis, datos, conclusiones, por cierto más sesgadas y mucho menos rigurosas en las páginas que los gurús antivacunas recomiendan que las que encontrarían en los sitios científicos convencionales. Para procesar esa información y convertirla en conocimiento se necesita la educación, una preparación universitaria de muchísimos años de la que carece el observador lego. Esa capacitación no se adquiere leyendo un puñado de artículos.
Una de las lacras del populismo, en efecto, es el desprecio por el conocimiento y el consecuente culto a la improvisación. La peregrina y perniciosa idea de que la ciencia no tiene ciencia (¿suena familiar?), de que cualquiera puede volverse docto en temas científicos o tecnológicos sin más esfuerzo que unas cuantas horas de navegación por el ciberespacio para deglutir lo que otros, sean charlatanes o aun verdaderos expertos, han concluido. Que lo pregone un caudillo sobre la farmacología resulta comprensible: es útil para controlar o manipular a sus prosélitos como ellos temen que los manipulan las farmacéuticas. Pero que se lo traguen ellos, ciudadanos celosos de su libertad, no deja de sorprenderme. A veces la medicina trueca en una praxis de adivinación, y es sensato pedir segundas opiniones, pero asumir que podemos prescindir de las élites médicas es una ilusión peligrosa. Sin vacunas muchos de los diletantes populistas no estarían aquí.