Cultura

Influencers y motivadores

Los motivadores siempre han existido. Parece que derivaron de los antiguos filósofos griegos; eran personas que andaban entre la muchedumbre escuchando las enseñanzas de aquellos, pero que no entendieron del todo el mensaje. Lo que sí hicieron fue tomar unas ideas aquí y otras de allá y conformaron un collage genérico que no decía realmente nada, pero que procuraba un efecto de certeza, de paz, de sabiduría, de seguridad.

En el siglo XX brillaron autores como Og Mandino, Dale Carnegie y, más reciente, Tony Robbins, entre otros. No dejan de asaltarme imágenes de pastores cristianos cada que veo libros motivacionales y de éxito; me parece que existe una conexión muy obvia entre ambos. Lo único que cambia es el contenido: tono y motivos son los mismos. El género ha evolucionado: los protagonistas poco a poco se fueron dando cuenta que se requería de ellos como personajes, más que sus libros y enseñanzas, para llegar al éxito. Entonces copiaron a los pastores los cuales, con su gran capacidad histriónica, lograban mesmerizar a sus fieles. Y así lo hicieron.

Hoy es un negocio multimillonario que acarrea muchísima gente a estadios y foros para escuchar a estos nuevos profetas otorgar el milagro de salir adelante y ser feliz, todo con el poder de la mente, de la voluntad, de alguna energía intrínseca y misteriosa que no podemos detonar por nosotros mismos.

Cuando llegó internet, y con él todas las plataformas sociales, se desarrollaron estos otros profetas, los digitales. Operan de otra manera; son ya una mezcla de magos, de oráculos ancestrales y de talismanes poderosísimos. Basta su presencia para procurar efectos mágicos, masivos. Les encantan las frases, las citas; con ellas creen generar una sensación de que estamos frente a un sabio que dice algo trascendente. Pero, al final, no dicen más que lo mismo de siempre: generalidades, cómodos y prácticos paquetitos verbales que, de tanto abarcar y repetirse, terminan por difuminarse y quedar en una bonita ilusión. El influencer se presenta como un vínculo mesiánico, un catalizador de experiencias y de potencias, un mediador pluripotencial y, así, su sola presencia genera una eclosión de efectos que habrán de modificar el orden de las cosas. En el fondo, no son más que narcisistas alucinados en sus propios jugos, incapaces de reconocer sus limitantes y el evidente desgaste de sus discursos.

Estos artesanos del placebo saben muy bien cómo hacer su trabajo. En una bien ejecutada prestidigitación son capaces de deslumbrar y asombrar a masas ignorantes y confundidas dispuestas a consumir cualquier pequeño y brevísimo apunte terapéutico sobre cómo salir de la mediocridad y miseria en que se encuentran. En algo se parecen también los políticos a toda esta fauna de motivadores: prometen, engañan, consiguen el poder y revierten sus promesas en robo, abusos y en fortalecer los mecanismos que los tengan aún más tiempo en el poder. Pura ilusión.

Los magos de la catarsis, la liberación y los destellos fugaces van en contra de la introspección y profundización que buscaban los filósofos de la antigüedad clásica. Estos brujos, armados con simplificaciones, generalidades, redundancias, falacias, lugares comunes, frases vacías, pero ambiguas, hipnotizan y, como el flautista de Hamelin, llevan a sus hordas a precipicios de credulidad e ignorancia mientras les vacían sus carteras. Prometen, como Jesucristo con Lázaro, revivir a los adormecidos y levantar fracasados para transformarlos en perfectos autómatas divagantes, réplicas de humanos que pudieron haber encontrado la emancipación con un poco de sentido común. Así, la mecanización del deseo y la frustración se transforma en un negocio perfecto que promete durar otro par de miles de años.

Todos estos alterados, alucinados, egocéntricos, incipientes, mentirosos, desproporcionados y falsos profetas pretenden salvarnos de algún pecado ancestral, de nosotros mismos o de algún demonio ideológico.

Desde una lejanía en el tiempo, los verdaderos filósofos y pensadores observan.

Y ríen.

Adrián Herrera


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