Luis Alberto de Cuenca (Madrid, 1950) recibirá el próximo día 17, en Salamanca, el Premio Reina Sofía de Poesía Iberoamericana, en su edición XXXIV. Es un reconocimiento a su trayectoria y a una obra que se reconoce como una franca invitación a vivir en el mundo de lo cotidiano —paradójicamente— desde el heroísmo más entrañable, como se advierte en su poema “Abre todas las puertas”:
Abre todas las puertas: la que conduce al oro,
la que lleva al poder, la que esconde el misterio
del amor, la que oculta el secreto insondable
de la felicidad, la que te da la vida
para siempre en el gozo de una visión sublime.
Abre todas las puertas sin mostrarte curioso
ni prestar importancia a las manchas de sangre
que salpican los muros de las habitaciones
prohibidas, ni a las joyas que revisten los techos,
ni a los labios que buscan los tuyos en la sombra,
ni a la palabra santa que acecha en los umbrales.
Desesperadamente, civilizadamente,
conteniendo la risa, secándote las lágrimas,
en el borde del mundo, al final del camino,
oyendo cómo silban las balas enemigas
alrededor y cómo cantan los ruiseñores,
no lo dudes, hermano: abre todas las puertas.
Aunque nada haya dentro.
Con este poema se cierra su libro Los mundos y los días / Poesía 1972-1998 (Visor 1999). De alguna forma, esta edición representa, digámoslo así, el despegue y consolidación del poeta. Los versos de Cuenca transitan en lo que se conoce como línea directa, una narrativa coloquial que es revestida (otra vez, paradójicamente) con una rigurosa métrica, endecasílabos sensibles y cargados, en muchas ocasiones, con imágenes deslumbrantes: tu risa es una ducha en el infierno, le dice a su pareja en uno de sus poemas más conocidos, en el que el ritmo se da con el rigor de sus endecasílabos:
El desayuno
Me gustas cuando dices tonterías,
cuando metes la pata, cuando mientes,
cuando te vas de compras con tu madre
y llego tarde al cine por tu culpa.
Me gustas más cuando es mi cumpleaños
y me cubres de besos y de tartas,
o cuando eres feliz y se te nota,
o cuando eres genial con una frase
que lo resume todo, o cuando ríes
(tu risa es una ducha en el infierno),
o cuando me perdonas un olvido.
Pero aún me gustas más, tanto que casi
no puedo resistir lo que me gustas,
cuando, llena de vida, te despiertas
y lo primero que haces es decirme:
“Tengo un hambre feroz esta mañana.
Voy a empezar contigo el desayuno”.
Otro distintivo de Luis Alberto de Cuenca es que en su escritura siempre tendrá de cómplice (irremediablemente, profundamente) a ese lector intenso y voraz que lo acompaña entre las alegrías y vicisitudes de sus batallas diarias.
Variaciones sobre tema o sobre un poema de Horacio o de Baudelaire, versos inspirados por otros versos; y valga de ejemplo estos eneasílabos, que de alguna forma proponen una filosofía de vida, como este fragmento de “Sobre un poema de Lancenaire”:
¿Quién va a decirme que es la vida?
¿Quién va a decirme qué es la muerte?
¿Qué es virtud? ¿Qué es filosofía?
Ver cómo sopla la fortuna.
¿Ciencia, honor? Ilusión, mentira.
¿Oro? Tumba de la inocencia.
Hasta la amistad es un sueño.
Solo en ti mismo está la dicha.
Los mundos y los días concentra ocho poemarios y cierra la primera etapa del poeta madrileño. Ya en el siglo veintiuno, Luis Alberto de Cuenca asume también una labor de promoción cultural muy destacada, sobre todo como secretario de Cultura en el periodo 2000-2004. Una experiencia que le valió críticas, chismorreos y controversias, sobre la cual escribió:
Línea clara
Dicen que hablamos claro, y que la poesía
no es comunicación, sino conocimiento,
y que sólo conoce quien renuncia a este mundo
y a sus pompas y obras —la amistad, la ternura,
la decepción, el fraude, la alegría, el coraje,
el humor y la fe, la lealtad, la envidia,
la esperanza, el amor, todo lo que no sea
intelectual, abstruso, místico, filosófico
y, desde luego, mínimo, silencioso y profundo—.
Dicen que hablamos claro, y que nos repetimos
de lo claro que hablamos, y que la gente entiende
nuestros versos, incluso la gente que gobierna,
lo que trae consigo que tengamos acceso
al poder y a sus premios y condecoraciones,
ejerciendo un servil e injusto monopolio.
Dicen, y menudean sus fieras embestidas.
Defiéndenos, Tintín, que nos atacan.
Más allá de esta circunstancia, el poeta publica en la editorial Visor: Sin miedo ni esperanza (2002) y La vida en llamas (2006) dos libros que destacan una vida intensa, demandante, una temática que intenta conciliar esa vida pública del funcionario y la intimidad del escritor. Basta un ejemplo para fundamentar esta afirmación:
Los libros de la noche
Del sonido y la furia de la fiesta
surge una voz que apaga las obscenas
risotadas, los sórdidos jadeos
y que nos deja mudos, traspasándonos
de belleza. Una voz que dicta amores
imposibles, paisajes de leyenda,
mares por descubrir, locas hazañas
de nuestros personajes favoritos.
Las mil magias, en fin, de la poesía.
De estos libros, el “Enemigo oculto” resultó ser uno de esos títulos ya emblemáticos que el poeta publicó al cruzar los cincuenta años. Como todo buen poema, los versos esconden a ese agente doble que acecha al que escribe, al que vive plenamente, pero se siente amenazado:
El enemigo oculto
Cómo quisieras despertar del sueño
que te sepulta en la desesperanza.
Buscas culpables en el territorio
desolado y sombrío de tu alcoba,
y golpeas la nada. Al fin y al cabo,
qué otra cosa es la vida sino dar
palos en el vacío, herir el polvo,
apuñalar el aire y dejar suelto
al enemigo oculto que nos ronda.
Y si como parece ser que el enemigo oculto es el tiempo, Luis Alberto de Cuenca no escatima ni los recursos materiales ni del ánimo, para retarlo; el poema es un brindis y deseos de buenaventura a su amada:
A Lucrecia, que llevaba un reloj en su sortija de casada
Vierte el tiempo, Lucrecia, en esa copa
que acabas de llenar hasta los bordes
y que él levantará, como un trofeo,
brindando por tu amor. Que él envejezca
y no tú. Que se dé cuenta de todo
y no pueda hacer nada, que el veneno
del ‘tempus fugit’ corra por sus venas
y le devore el cuerpo y el espíritu.
Y cuando en la sortija ya no quede
rastro de tiempo, lléname la boca
con el néctar sin horas de tus labios.
En 2010 el poeta cumple 60 años y publica, también en Visor, El reino blanco. De Cuenca intuye entonces la amenaza del paso de los años, pero es apenas el tránsito del verano al otoño, y sabe que el esplín, ese sentimiento de abandono, no se justifica aún:
El sol poniente
Atardece en el mundo y en mi alma.
Hostigado por la tristeza
Dirijo mi automóvil fuera de la ciudad,
Buscando carreteras comarcales,
flanqueadas por los árboles con los troncos pintados
de blanco. El sol poniente
se derrama en las hojas,
bañándolas de oro.
Todo es tan bello que el esplín,
avergonzado, pide excusas.
¡Lástima grande que el crepúsculo
desaparezca en un instante!
Tomo una curva y ya es de noche.
Otro indicio evidente o eje temático propio de este libro, los recuerdos que se dan cita en “el café con velas de mi memoria”. El poema ‘Vieja fotografía con Tebeo’ da cuenta que Luis Alberto de Cuenca, ya desde los dos años, estaba en contacto con los libros, una relación afectiva con la lectura que acompañarían al niño hasta formarse como escritor, y a pesar del escritor, darle siempre al lector la palabra. En el poema que se transcribe a continuación, es evidente el impasse y los claroscuros de un amoroso paseo vespertino, que en el imaginario de lo libresco, lo dramático, lo heroico, pasa de ser una simpleza, para convertirse en una arenga combativa de enamorados que se saben (insisto) bajo la amenaza del tiempo:
Madurez (2015-2020)
Conocí a Luis Alberto de Cuenca como traductor de la Antología de la poesía latina (Alianza, 1981). Lo destaco para enfatizar que más allá de esa línea clara que procura cuando escribe, está su formación de lector insaciable que tiene raíces en los clásicos y crece en un sin fin de direcciones, hasta las lecturas de cómics (sus tebeos). De esta forma, podría decirse que toda la obra de Cuenca es una canción (una sinfonía) de opósitos, donde los avatares de la vida y el refugio de sus lecturas son una y la misma cosa: Siempre he vivido y he escrito con esta sensación de que volviendo a los clásicos me salvaba, dice en un poema.
En el 2015 publica Cuaderno de vacaciones (Visor), un conjunto de poemas que fue escribiendo bajo el cobijo del ocio y de sus lecturas; de estas páginas, unas líneas que le dan sentido al oficio y a la poesía, que no es cualquier cosa:
Inspirado en Faulkner
Sin amor, sin honor y sin orgullo,
sin emoción y sin complicidad
la poesía no tiene sentido.
El deber del poeta es escribir
sobre la compasión, la fortaleza
y la debilidad, sobre el espíritu
de sacrificio (que redime al mundo),
la piedad, el coraje, el heroísmo.
Y su voz no ha de ser solamente memoria,
sino también columna en que se asiente
la condición humana, fundamento
que alivie su temor al vacío, mitigue
su angustia y vierta luces
en su noche perpetua.
Podríamos asegurar que esta etapa de madurez se cierra con el libro ‘Bloc de otoño’ (Visor 2018). El poeta se acerca a los 70 años, se sabe golpeado por el tiempo, se sabe rebasado por muchas cosas y se muestra indiferente a otras tantas, pero aun así continúan las batallas más queridas, las más íntimas; sin ir más lejos, en estas páginas Eros y Tánatos se disputan el papel protagónico.
Después del paraíso (2021), El secreto del mago (2023) y Ala de cisne (2025) son los últimos poemarios de Luis Alberto de Cuenca. En esta última selección destaco algunos puntos: el sentimiento de soledad, la necesidad de una oración, el vacío que se llena de recuerdos, pero también la entereza de la batalla (desnudo) contra el destino, quizá (porque jamás se dice) contra la muerte. En el primero de estos libros viene el siguiente poema:
Soledad
A duras penas dirigí mis ojos
alrededor, por ver cuántos seguían
a mi lado, conmigo. No vi a nadie.
Todos se habían ido, sus cadáveres
podían verse en tierra, amontonados.
Otros se habían arrojado al fuego.
Estaba solo en medio de la noche.
Estaba solo en medio de la nada.
En sus últimos poemas son evidentes que, con la edad, las preocupaciones y la temática han cambiado, no puede ser de otra forma, pero debe destacarse que permanece la voz singular y propia del poeta, su legado (en este caso) de una línea clara que hila y cose (une) lo cotidiano y lo heroico, lo sublime con la banalidad, lo universal con el sentimiento íntimo.
Luis Alberto de Cuenca recibe merecidamente el Premio Reina Sofía de Poesía Iberoamericana por su “estilo claro y preciso” y su mirada generosa que nos permite entrever “la tradición literaria con un tono a menudo irónico o melancólico”.
El 29 de diciembre el poeta cumplirá 75 años y, además del Reina Sofía, sobran motivos para festejarlo. Me atrevo a decir que con leerlo estaremos celebrando junto con él.
AQ