La vida de Lilia Rubio es una colección de asombros. Nada en ella es rutinario, previsible. Es una vida que —casi por azar— comienza en 1951 en Tequesquitlán, Jalisco, el pueblo de sus padres, que entonces radicaban en Tijuana. La pobreza y la violencia de la guerra cristera los habían llevado a la frontera en busca de un mejor destino. Durante una visita a su familia, acompañada de sus tres hijos, un hombre y dos mujeres, su mamá supo que otra vez estaba embarazada y ahí se quedó para que naciera Lilia. Después de “la rigurosa cuarentena”, emprendió el camino de regreso, ahora, además, con una bebé entre los brazos.
Si toda autobiografía es también el retrato de una época, la de Lilia Rubio, Mi voz (Endora Ediciones, 2025), cumple cabalmente este propósito. Recuerda el enfrentamiento armado entre la Iglesia católica y el gobierno federal, que llenó de sangre el occidente de México y expulsó a mucha gente de la región; habla de los desafíos ocasionados por la falta de recursos económicos; de la voluntad de sus padres para salir adelante. Él, primero como peluquero y luego como cocinero. Ella, criando a sus hijos, educándolos, ayudando siempre a su marido. Describe la ciudad de Tijuana, una ciudad de inmigrantes, como ellos; habla de sus contradicciones, de su vida cotidiana y su vida nocturna poblada de estadunidenses.
Su familia vivía en un cuarto en la calle Coahuila, la calle de las prostitutas, a las que Lilia alude sin juicios moralistas. Tijuana está en su corazón, y se nota. Sus padres compraron un terreno en la incipiente colonia Francisco Villa y ahí construyeron su casa, humilde, sin servicios. Él se había vuelto un afamado cocinero de birria estilo jalisco, era muy trabajador, pero ganaba poco. En busca de una paz que no llegaba, se volvió mormón y viajó a Utah, donde consiguió empleo en un restaurante, el primero de comida mexicana en ese estado, del que luego se haría propietario. Cuando se instaló, mandó por su familia. Ahí Lilia aprendió inglés, estudió hasta el bachillerato y regresó a Tijuana, donde se inició en el teatro. En 1971, a los veinte años, viajó a la Ciudad de México para estudiar, por recomendación de Héctor Azar, con quien había entrado en contacto, en la Escuela de Arte Teatral del INBA, donde tuvo como su primer maestro a Ignacio Retes.
A partir de entonces comienza una serie de actividades que trascienden los escenarios teatrales, hace teatro político, conoce a personajes como el argentino-venezolano Carlos Giménez, director del grupo Rajatabla; viaja con sus compañeros actores a Sudamérica. “Con mi vida entregada al activismo teatral, ya había encontrado la educación experiencial que anda buscando”, escribe en su libro.
De la actuación pasa al periodismo, se vuelve documentalista, atestigua las protestas multitudinarias contra el general Perón en la Plaza de Mayo, donde dio un discurso que encendió a los sindicalistas.
En esos años, Lilia conoce a algunos de los personajes más relevantes del siglo XX (de María Sabina a Henry Kissinger), se va a vivir a Cuernavaca, de donde regresa al entonces Distrito Federal en 1976 para inscribirse en el Instituto de Intérpretes y Traductores y cursar una carrera que la lleva por todo el mundo, prestando su voz a los más diversos personajes, entre ellos a siete presidentes de la República.
En las páginas finales de su libro, escribe: “Ahora, a más de 45 años de dedicarme a hablar ‘ajeno’, por así decirlo, me siento afortunada de vivir tantas vidas, por medio de la palabra”.
Mi voz es un testimonio elocuente, conmovedor, que ilumina el camino de regreso a una época de cambios, de movimientos sociales, de sueños y realidades de una mujer que siempre supo, que sabe defender sus convicciones y avanzar sin miedo por el camino incierto del porvenir.
AQ / MCB