Hubo un tiempo en el que los escritores eran los contestatarios. Las frases de Oscar Wilde sobre la moda (“una forma de fealdad tan insoportable que tenemos que cambiarla cada seis meses”), los disfraces de Virginia Woolf en el famoso incidente del “Bunga, Bunga” o el desfile callejero de Louis Aragon, comunista y declarado gay al final de su vida, son muestras de lo que era considerado un escritor: un subversivo no solo por su obra sino por su conducta. Los poderosos en cambio eran gente seria y solemne. El deterioro de esa imagen del artista es uno de los muchos temas del magnífico ensayo que acaba de publicar Carlos Granés, El rugido de nuestro tiempo.
En uno de sus pasajes, Granés cita una entrevista a la dramaturga española Angélica Liddell en el diario El Mundo. Según Liddell, el mundo de la cultura había dejado de valorar la libertad irresponsable y desvergonzada, y estaba propiciando con sus restricciones, “su ansia de corrección y, en suma, su estupidez en conserva”. Según comenta Granés, “el creador se ha condenado a ser un santurrón y un sumiso de la moral imperante. Se le exige a su obra que cumple con las consignas de la ‘corrección política’ ”. En otras palabras, se critica las obras artísticas según cumplan, o no, con criterios ideológicos. Mientras tanto, los políticos son “los nuevos demiurgos que promueven el teatro y la ficción pero no en los escenarios y en los libros sino en la calle”.
Mientras los artistas deben cumplir las normas morales “correctas” (véase la discusión moral sobre la novela Lolita), la creación de una cultura transgresora ha pasado a la política. El político hace hoy lo que el artista hacía antes. Inventa mitos y ficciones. Los ejemplos son numerosos. El excandidato presidencial de Estados Unidos anunció que los inmigrantes se comían las mascotas en una ciudad americana. Milei baila el rock (“Dame el fuego de tu amor”) y Maduro adelantó la fecha de la Navidad para el 1 de octubre de este año. Son personajes de novela. Mientras la literatura es un convento, la política es un circo.
El libro de Granés explora con mucha inteligencia otros mitos latinoamericanos. De un lado la idea extendida y conveniente, según la cual la conquista de los españoles fue la ruptura de un estado idílico. Todos nuestros males vendrían de la violencia que trajo España. La otra fuerza de moda convierte a la América Latina en un apéndice de España. Ambos radicalismos forman parte de nuestra historia.
Granés desarrolla con claridad los argumentos que llevan a su conclusión. Entre el decolonialismo y el panhispanismo, el derrotero de la América Latina es el de su identidad: una integración de tradiciones (nuestras “migraciones y mezclas”) que forma una cultura que es parte de Occidente. Latinoamérica posee una identidad múltiple que en consecuencia no admite los radicalismos ideológicos o culturales. A ver si paramos a los payasos del circo.
AQ