Fernando Pessoa escribió en uno de sus poemas: “Amamos siempre en lo que tenemos, lo que no tenemos cuando amamos”. El mítico bohemio lusitano, melancólico empedernido, se refería a los vacíos interiores que no se colman aún en presencia de la mujer amada, pero también incluyó en esa voz a la sombra de una nueva enamorada y el contorno de labios imprevistos.
Obviamente, el título del poema es “La otra”, y aunque después de esas líneas sabias que refieren que se anhela lo que no existe o hace falta en el objeto amado, la imaginación de Pessoa suelta las amarras de una romántica, metafórica barca a la que deja a la deriva, desde la que es posible vislumbrar un abrazo fortuito o la espera de un intercambio de miradas porque en las líneas del poema no hay dualidad amatoria, no hay infidelidad, “La otra” sigue las pistas de un amor frágil, quebradizo, ese amor que podríamos definir como infatuación: un sentimiento en apariencia eterno y profundo, incondicional y apasionado, que en realidad no es más que afecto efímero y engañoso.
“Amamos siempre en lo que tenemos, lo que no tenemos cuando amamos”. La enormidad simbólica radica en la dimensión de su saudade (sino existencial de nostalgia incurable o perpetua insatisfacción).
Digamos que la saudade de Pessoa hace de la renuncia y el olvido un destino fatal porque quizá el sentido del amor se cifra en borrar constantemente un rostro, un cuerpo, un nombre, todas las vidas que vivimos.
Y es que, presagia el poeta, el amor también se deshabita. Pierde verticalidad.
Shakespeare puso en labios de Otelo: “Cuando deje de amarte será la vuelta al caos”. Si mezclamos esa frase con el verso de Pessoa, el resultado de beber ese cóctel podría ser el desconcierto de la vuelta a la soledad.
Al dimitir del amor genuino, lo único que le queda a Otelo es el silencio, un abrazo invisible, el beso solitario en la almohada sobre la que Desdémona duerme el sueño del olvido. Quizá por eso, al contemplarla Otelo dice para sí: “Matarla es fuerza o engañará a más hombres. Mato esta luz, y luego… mato aquélla. Si a ti te apago, refulgente llama, y me arrepiento, devolverte puedo tu luz primera; si la tuya extingo, de alma natura sin igual dechado, ¿dónde hallaré la chispa prometeica que devolverte pueda ser el primero?”
No obstante el bribón consejo de Yago que preludia a la tragedia (“¡Señor, cuidado con los celos! El monstruo de ojos verdes que se burla del alma que se ceba. Es venturoso el engañado que su oprobio sabe, y odia a la engañadora; pero, en cambio, ¡qué ratos tan amargos pasa el pobre que adora y duda, que recela y quiere!”), Otelo elige el caos que imbuye la intemperancia de su honor herido, y ambiciona amar lo que no tiene, aquello que no existe en el ser que ama.
Pero quizá todo esto es una especulación ociosa y lo que Fernando Pessoa llevaba en mente al escribir “La otra” era algo simple. Lou Andreas–Salomé lo definió de distinta manera. Fría, antipoética, pero no menos cierta: “Todo el amor esta abocado a la tragedia. Solo que el amor feliz muere de saciedad, y el desgraciado de hambre” (En lucha por Dios).
AQ / MCB