DOMINGA.– El señor Andrés conduce un Uber. Hace un año decidió alternar el trabajo en su pequeño negocio de comida corrida –que ahora atiende su esposa por las mañanas– con la aplicación, en busca de un ingreso extra. Eligió esto antes que tramitar una licencia municipal de taxista. Como chofer de plataforma, explica, es más fácil pasar desapercibido y que no lo extorsionen. Aunque enseguida matiza: en Uruapan ya nadie está exento.
—El empresario, el transportista, el gasolinero, el carnicero, quien tenga un local, ya sabe que lo van a extorsionar. Tiene que pagar un dinero sí o sí a ‘la maña’. Por eso la gente ya no quiere emprender en Uruapan, mejor se va. Porque aquí ya no se vive tranquilo.
El auto se detiene frente a un café colonial, muy cerca de la Alameda de esta cabecera municipal en Michoacán. Es un lunes 3 de noviembre de 2025. Aquí circulan microbuses y camiones que portan sombreros de ala ancha, en honor al “Señor del Sombrero”, el alcalde Carlos Manzo que murió asesinado dos noches antes en esta plaza.
El café tiene un moño negro en el umbral, como buena parte de los pequeños negocios que rodean la alameda: heladerías, lavanderías, tiendas de abarrotes, restaurantitos, y hasta los puestos ambulantes y lustrabotas. Varios comercios anuncian que el viernes 7 cerrarán de nueve de la mañana a dos de la tarde para sumarse al paro comercial: exigen justicia y un alto a las extorsiones.
Según cifras oficiales, en los últimos dos años apenas se registraron 106 denuncias por extorsión. Sin embargo, los ciudadanos de Michoacán ríen con desgana cuando escuchan ese dato que oculta una cifra negra. “En Uruapan nadie se escapa del cobro de piso”, coinciden en apuntar. No hay sector económico que no esté tocado por la sombra de las extorsiones.
El crimen que marcó a la ciudad de Uruapan
—¡Señor, te pedimos ayuda, Señor!
El hombre está de rodillas, con los brazos alzados y las palmas abiertas. Inclina la cabeza y mira al cielo despejado. Un par de lágrimas le resbalan por las mejillas rasuradas. Viste jeans y una playera negra con la leyenda Fuego Vivo. A su alrededor, miles de personas llenan la plaza. Un pequeño círculo se abre en torno a él; lo observan con gesto serio, compungido, en silencio.
—¡Señor, te rogamos para que verdaderamente haya algo nuevo, un cambio, en esta ciudad! —implora el hombre, de unos 50 años, bajando de nuevo la mirada al suelo. Cuando grita, estira los brazos y cierra los puños con fuerza.
El sol le enrojece la cara; las venas del cuello se marcan como cuerdas tensas, como si al desgarrarse la garganta buscara que su plegaria llegue con más fuerza.
—¡Te alabamos Jesús, para que con tu inmenso poder hagas algo en esta ciudad, en Michoacán! ¡Oh, Señor! ¡Ya estamos hartos de tanta violencia!
Es mediodía del viernes 7 de noviembre en el centro histórico de Uruapan. El hombre arrodillado está a unos metros de una jardinera acordonada con cinta amarilla. En el centro, un sombrero de ala ancha descansa sobre el suelo: el rastro más visible del crimen que marcó a esta ciudad.
En ese punto exacto –a unos pasos de una catrina de cinco metros de altura vestida de violeta– la noche del primero de noviembre un sicario de 17 años rompió el cerco de escoltas del alcalde Carlos Manzo y lo asesinó. Le disparó a quemarropa, frente a miles de personas reunidas por las fiestas del Día de Muertos. Entre ellas, su esposa y sus dos hijos de cuatro y siete años, a los que cargaba en brazos, según las fotografías que la prensa difundió.
En la marcha de este viernes 7, se calcula que al menos 100 mil personas salieron a protestar por el asesinato, exigir paz y denunciar el asedio de las extorsiones. Comerciantes, restauranteros, gasolineros, transportistas y miles de vecinos paralizaron la actividad económica de una ciudad de casi medio millón de habitantes sitiada por hasta cuatro grupos criminales.
—¡Estamos desesperados! —grita el hombre, los brazos extendidos, todavía llorando de rodillas.
—¡Ayúdanos Señor! ¡Ayúdanos!
Pagar extorsiones a cuatro cárteles en Michoacán
La noche del lunes 3 de noviembre, un taxi avanza rápido y solitario por el bulevar Industrial de Uruapan. Tras detenerse unos segundos en un semáforo en rojo, reanuda la marcha y cruza el puente que conecta con el Libramiento Oriente. En apariencia es un puente más: muros y barandal pintados de blanco, un par de farolas iluminando. Pero, en realidad, es un punto marcado en la geografía del horror de la ciudad.
—Es el puente de los colgados —murmura el taxista, Erick, de unos treinta y poco años.
La madrugada del 8 de agosto de 2019, Uruapan fue escenario de un hecho de violencia extrema: nueve cuerpos aparecieron colgados ahí. A pocos metros, los criminales abandonaron los restos desmembrados de otras siete personas y tres cuerpos más dentro de bolsas negras.
En noviembre de 2023, madres buscadoras intentaron resignificar ese lugar. Cubrieron los muros laterales con cientos de fichas de personas desaparecidas: rostros de niños, mujeres y hombres de todas las edades. Un memorial improvisado que denuncia otra tragedia silenciada por el miedo: las desapariciones forzadas.
—La ciudad está muy apagada —dice ahora el taxista mientras pasa por debajo del puente. Aún no son las diez de la noche pero ya parece madrugada.
—Usted lo puede ver: casi no hay coches, no hay gente por las calles. A partir de las ocho o nueve, la gente se guarda. No quieren arriesgarse por cómo está la situación. Yo salgo porque este es mi trabajo; día que no manejo, día que no come mi familia. Porque uno, como sea, ¿verdad?, se aguanta hambre si hace falta. ¿Pero y los niños? Por eso me aguanto el miedo.
El taxista se detiene en otro semáforo solitario.
—Y es que a cualquiera que le pregunte le va a decir lo mismo: si al alcalde, que traía un chingo de escoltas y que según estaba protegido por su policía municipal, lo mataron a la vista de todos… ¿qué nos espera a los demás?
Este hombre niega con la cabeza y reinicia la marcha cuando el semáforo vuelve a verde. Del estéreo salen las notas melancólicas de “Amor Platónico” de Los Tucanes de Tijuana: “eres algo inalcanzable, ya lo sé, pero no entiendo…”. A un costado del bulevar, bajo una luz amarillenta escasa, un retén de la Guardia Nacional vigila el tráfico escaso. Dos camionetas artilladas, seis soldados con el rostro cubierto y las armas cruzadas sobre el pecho.
El taxista explica que, además de la violencia homicida –que, en los últimos tres años, ha dejado 494 personas asesinadas, incluyendo al alcalde Manzo, y más de dos mil denuncias por lesiones dolosas con armas– no hay sector económico que no esté tocado por la sombra de las extorsiones: el temido cobro de piso.
Él paga 300 pesos semanales a su base de taxis. La base, a su vez, entrega la cuota al crimen para trabajar sin que les incendien los vehículos o agredan a los choferes. El problema, subraya, es que antes sólo pagaban a un grupo; ahora deben multiplicar la cuota por cuatro: al Cártel Jalisco Nueva Generación, a Los Viagras, a Los Blancos de Troya y a Los Caballeros Templarios.
David Saucedo, especialista en seguridad, confirma que estos grupos se disputan en Uruapan el narcomenudeo, las extorsiones y las rutas para el trasiego de drogas hacia otras regiones de Michoacán y el norte del país.
—Todos exigen su pago. Y no les puedas decir, ‘oiga, pero es que ya le pagué la cuota al otro grupo: si también le pago a usted, ¿de qué comeré yo, pues? N’hombre —chasquea la lengua y ríe con desgana—, creo que hasta te va peor si dices que les pagas a los contras.
“No me quiero ir de Uruapan, quiero un Uruapan donde vivir”
A las 22.19 horas, el taxi se interna por callejuelas desiertas rumbo al centro histórico de estilo colonial de Uruapan. Sorpresivamente, al final de la avenida Emilio Carranza –que desemboca en la alameda donde está la Casa de la Cultura, el edificio donde despachaba Carlos Manzo– se observan decenas de coches rodeando el parque donde asesinaron al alcalde.
El estruendo de los claxonazos revienta la quietud de una ciudad que, a esa hora, ya había apagado casi todas las luces. “¡Carlos no murió, el gobierno lo mató!”, grita al unísono un grupo de jóvenes desde la batea de una camioneta. Manzo –apodado El Bukele mexicano por su política de confrontación con el narco y transmitir en vivo los operativos policiacos– pidió hasta en diez ocasiones apoyo al gobierno federal y al estatal, encabezado por Alfredo Ramírez Bedolla, para expulsar a los grupos criminales. Pero nadie respondió. Lo dejaron solo, es una de las mayores quejas entre la población.
—Andamos en chinga, casi no sacamos dinero para pagar la cuota y sobrevivir —dice el dueño de uno de los locales, que pide omitir su nombre por temor.
—Queremos calles seguras, no calles vacías. Todo esto, a violencia, el cobro de piso, que está por las nubes, nos está afectando mucho —añade otra persona detrás de un mostrador.
Otros manifestantes, en su mayoría jóvenes –la mañana siguiente habría una protesta masiva de estudiantes que tomaron varias facultades– sostienen cartulinas: ‘No me quiero ir de Uruapan, quiero un Uruapan donde vivir’, ‘Alto a las extorsiones’, y una de las consignas más repetidas: ‘Fuera Bedolla’.
Diez minutos después, el estruendo se disipa. Los coches y camionetas se dispersan por las calles vacías. El parque central, donde una jardinera resguarda el sombrero de ala ancha bajo cintas amarillas, vuelve a quedarse solo.
Uruapan, otra vez, se hunde en silencio.
“No sacamos dinero para la cuota y sobrevivir”
En los días posteriores al asesinato de Manzo, y tras el estallido de indignación en Uruapan y otros municipios michoacanos golpeados por el narco, como Apatzingán –donde el 20 de octubre fue asesinado el líder limonero Bernardo Bravo, quien también denunció extorsiones a los agricultores–, el gobierno federal se apresuró a anunciar el ‘Plan Michoacán’. La estrategia contempla el despliegue de más de 10 mil soldados, inversión en programas sociales, y la aplicación de la estrategia nacional anti-extorsión, presentada a inicios de este 2025 por el secretario de seguridad federal, Omar García Harfuch.
Pero la incertidumbre y la desconfianza no parecen disiparse con la llegada de más uniformados. Entre los habitantes persiste la idea de que la Guardia Civil michoacana inspira poca o nula confianza.
Ahora, la expectativa está puesta en Grecia Quiroz, viuda de Manzo y nueva alcaldesa de Uruapan. Los vecinos entrevistados aseguran confiar en ella. En el kiosko de la alameda, convertido en santuario con cientos de velas y coronas de flores, muchas cartulinas rezan: ‘Grecia no estás sola’. Pero también le exigen que mantenga la línea de confrontación al crimen que impulsó su esposo.
—Hay que actuar con el ejemplo de Carlos Manzo y de Nayib Bukele: ¡mano dura contra los extorsionadores! —clama la señora Petra, maestra de 63 años.
Y no sólo piden firmeza contra el narco. También demandan que la policía municipal y de tránsito siga operando con el rostro descubierto, para impedir la otra extorsión: la cometida por autoridades.
—Con Carlos ya se notaba que había más control. Los traía bien cortos. No podían ir encapuchados, y eso aquí nos gustaba mucho porque nos daba confianza. Antes se les hacía fácil pedir dinero o ‘basculear’ a la gente. Y era tu palabra contra la suya —explica el señor Andrés, el chofer de Uber.
—Ahora, no sabemos cómo se va a manejar su esposa. Pero el pueblo espera que siga el mismo camino de Carlos. Porque ya estamos hartos de tanta muerte, tanta extorsión y de tanto desprestigio de Uruapan.
Posdata: “¡Estamos desesperados!”
El paro del viernes 7 concluyó con el esperado discurso de Grecia Quiroz, que asumió la alcaldía dos días antes, el miércoles. Aún en pleno duelo por el asesinato de su esposo y padre de sus hijos, exigió a las autoridades federeles y estatales que no vuelva a dejar solo a Uruapan.
No basta con enviar soldados por una temporada, dijo Quiroz. También prometió que continuará el legado de Carlos Manzo a través del Movimiento del Sombrero, la plataforma ciudadana que él encabezó y que la impulsó a la alcaldía. Miles de personas caminaron hasta el centro desde la glorieta de la Avenida Latinoamericana. Bajo el sol, aplaudieron y corearon que no estaba sola.
Muy cerca del templete, donde colgaba una lona con la imagen de Carlos Manzo a caballo y el puño en alto, los ciudadanos levantaron un santuario alrededor de las vallas que resguardan el lugar del homicidio. Las cubrieron con cientos de cartulinas exigiendo justicia.
En una de ellas, un niño de unos siete años, ata un globo con forma de estrella que se mece suavemente con el viento.
La gente pasea por el lugar. Se detiene. Lee las cartulinas. Toma fotos. Reflexiona. Algunos murmuran en silencio, otros se persignan. Una mujer, acompañada de su hijo, llora frente al retrato de Manzo.
A unos metros, el hombre arrodillado continúa implorando al cielo, con los brazos extendidos.
—¡Estamos desesperados, Señor! —grita con los ojos cerrados.
—¡Ayúdanos!
GSC/ATJ