
A todos, algún día, se nos cayó el teatrito. Ya ocurra esto en la infancia, la adolescencia o los años posteriores (a medida que pasen, peor será el espectáculo), pocos bochornos hay tan aparatosos como el de verse desnudado por las evidencias… y todavía así aferrarse a negarlas. Que es lo que hacen los niños más pequeños, por falta de malicia y experiencia. Y lo que hacen también numerosos adultos, no bien se miran contra la pared y estelarizan una comedia involuntaria que no hace sino hundirlos más y más en el fango del cual intentaban salir.
Es casi doloroso carcajearse a costillas del ridículo ajeno, probablemente por la carga de lástima que suele acompañar a nuestra hilaridad. ¿Cómo es posible, se pregunta uno, que Perengano siga sin darse cuenta del numerazo que está haciendo al negar lo que todos hemos podido ver? El problema de ciertas situaciones grotescas está en que cada nuevo esfuerzo por disimularlas no hace más que elevar su notoriedad, no digamos su precio.
A juzgar por la magnitud del fraude, tiene que haber millares de implicados en el reciente escándalo del huachicol fiscal, entre altos funcionarios, esbirros, oficinistas, uniformados, sicarios, operarios e integrantes de mafias asociadas. Se trata de una cloaca de dimensiones inconmensurables, donde las evidencias son notorias hasta la fetidez, mientras quienes intentan el control de daños persisten en fingir ingenuidad, sorpresa o indignación, trucos todos muy viejos para evitar que la ignominia engorde sin control. Toda credulidad tiene sus límites, nadie puede pedirte que la estires más allá de colmillo y sensatez.
“¿Qué escondes ahí detrás?”, urge la madre al niño que ha juntado los puños en la espalda. Muestra entonces la mano derecha, bien abierta, y enseguida la izquierda, y es hasta que la madre le obliga a enseñar ambas al mismo tiempo que queda al descubierto la jugarreta, para mayor vergüenza del simuladorcito. Lo en realidad terrible es descubrir, cincuenta años después, que el personaje nunca aprendió a fingir. Lo cual sin duda incluye el arte de saber hasta dónde llevar la pantomima sin provocar codazos entre los presentes. Incluso los mitómanos saben que en ocasiones no queda más salida que decir la verdad, si es que pretende uno eludir el ridículo.
Hace ya un par de lunas que la cloaca estalló en este país. De entonces para acá, no han hecho los escándalos sino multiplicarse, y en algún modo confirmarse entre sí ante la suspicacia general. No es culpa nuestra, al fin, que nos cueste dar crédito a quienes se empecinan en negar lo más obvio. Nunca fue verosímil la cháchara presidencial sobre el presunto fin del huachicol en particular y la corrupción en general, a menos que tuviera uno el cuidado de interpretar exactamente lo contrario de lo que estaba oyendo, fórmula de probada eficacia para enseñarse a leer la demagogia vil. Si estaban los chanchullos en su pleno apogeo, tocaba de una vez declararlos extintos.
Me temo que es costumbre, a estas honduras, que los políticos que se jactan en público de su conciencia clara e impoluta —tras haber sido puestos en tela de juicio— exhiban asimismo las facciones tirantes y desencajadas de quien arrastra deudas estratosféricas y recién vio venir al cobrador. Son esas mismas caras de yo-no-fui que todavía anteayer hablaban con soberbia y grosería y hoy resienten las olas de resaca que ocasiona el poder una vez que comienza a evaporarse.
Es costumbre que el teatrito se caiga encima del elenco que le dio vida. ¿Quieren los funcionarios de esta administración terminar sepultados en el intento cándido de rescatar a los de la anterior? Habrá quien crea que es una pregunta exagerada, y sin embargo flota en el ambiente. A veces, la caída del teatrito es más interesante que la puesta en escena, aunque no está de más asegurarse de estar lejos de allí cuando se venga abajo el escenario.