El diputado José Schekaibán y el PAN han propuesto en el Congreso de Tamaulipas una iniciativa que, de aprobarse, prohibiría a los menores de 12 años acceder a redes sociales digitales como TikTok e Instagram.
Se busca proteger a la infancia de peligros como el acoso, el grooming y los retos virales, tiene un objetivo noble, pero choca de frente con la cruda realidad tecnológica y social de México.
La iniciativa utiliza la vía legal correcta: propone modificar la ley de Tamaulipas para exigir la supervisión parental a los mayores de 12 años y, a la vez, pide al Congreso Federal prohibir el acceso a los menores de 12 años y obligar a las empresas tecnológicas a implementar filtros más estrictos.
Además, propone que los datos de registro de los niños sean considerados "Datos Sensibles", lo cual es un paso protector importante.
Sin embargo, aquí es donde la ley podría pasar de ser una protección a ser una utopía.
El principal problema es que la ley pide a las plataformas hacer algo que es técnicamente casi imposible de cumplir. ¿Cómo obligamos a una aplicación global con servidores en otro país a verificar que un niño de 11 años no mienta sobre su fecha de nacimiento?.
La iniciativa exige "medidas tecnológicas eficaces", pero no las detalla. La verdad es que los mecanismos de autorregulación que existen hoy son "fácilmente burladas por los niños", como la misma exposición de motivos lo reconoce. Una ley que se puede saltar con un click es una ley débil.
El aspecto más delicado recae en la familia. La ley establece que los padres deben supervisar el uso de las redes en adolescentes. Aquí se olvida la realidad laboral: en la inmensa mayoría de los hogares mexicanos, la necesidad económica obliga a ambos padres a trabajar tiempo completo.
¿Cómo se puede exigir a una madre o padre, que trabaja doble turno o viaja dos horas diarias, que tenga la atención plena para supervisar el uso digital de su hijo? La falta de supervisión no es por desinterés, sino por agotamiento y limitación de tiempo.
Al imponer esta obligación sin ofrecer recursos (como capacitación digital gratuita o apoyos sociales que permitan flexibilidad laboral), el Estado se está deslindando de su propia responsabilidad. Es mucho más fácil legalmente cargar la culpa y la vigilancia al padre trabajador, que obligar a una corporación global a cambiar un algoritmo que prioriza la viralidad sobre el bienestar infantil.
La iniciativa puede caer en una solución idealista para un problema sistémico. Si la ley no logra forzar a las empresas tecnológicas a diseñar sus plataformas pensando en la seguridad del niño y no en la ganancia, el peso de la ley recaerá sobre las familias más vulnerables.
Una ley que los padres no pueden cumplir por contexto social y que los niños pueden evadir por tecnología, corre el riesgo de convertirse en una simple declaración de buenos deseos, sin efecto real para detener el acoso y los riesgos que, legítimamente, se busca erradicar.