El 1 de octubre de 2025, la Semarnat notificó a Servicios de Agua y Drenaje de Monterrey la aceptación de su solicitud de desistimiento del proyecto Presa Rompepicos 2 El Caracol; días después, el Gobierno estatal lo hizo público.
No fue el primer giro: antes, el Estado ya había recibido una negativa formal de la Semarnat.
La historia inicia con la primera cortina Rompepicos, concluida en 2004 en el cañón de Corral de Palmas. Costó 530 millones y fue diseñada para contener avenidas extremas. Su eficacia se mide en horas de retención del caudal; su huella ambiental, en décadas.
El segundo capítulo comenzó en febrero de 2024, cuando el Gobierno estatal propuso una nueva cortina en El Divisadero, dentro de La Huasteca. El 17 de mayo de 2025, la Semarnat negó la autorización por daños a flora, fauna e infiltración en el Parque Nacional Cumbres de Monterrey. Poco después, el 5 de julio, el proyecto fue reubicado a la zona de Pico del Águila y Guitarritas, también en La Huasteca, con un presupuesto de unos 800 millones.
Dos meses más tarde, el Estado inició el desistimiento ante la autoridad federal. Aun así, vecinos reportan trabajos topográficos y nuevas marcas en el terreno, señal de que los estudios podrían continuar, pese al desistimiento.
En medio de estas idas y vueltas, el argumento de la “seguridad hídrica” se ha convertido en sinónimo de obra pública. Una presa o cortina rompepicos no almacena agua ni evita inundaciones: solo regula la velocidad con que el caudal desciende hacia la ciudad. Es infraestructura de control, no planeación urbana.
Pensar críticamente una obra de esta magnitud exige ir más allá del entusiasmo. Aquí hay tres preguntas que una ciudadanía informada debería plantearse antes de celebrarla –o darla por cerrada–.
Primera: ¿Qué problema resuelve realmente?
Las inundaciones no son naturales, sino resultado de lluvias intensas y usos del suelo inadecuados. Las presas rompepicos actúan sobre el síntoma –el caudal–, no sobre la causa –cómo construimos nuestras ciudades–. Es paradójico que obras diseñadas para “proteger” terminan justificando la expansión urbana sobre el río.
Segunda: ¿Qué ocurre entre los picos de lluvia?
En años sin avenidas extremas, las cortinas interrumpen los flujos que mantienen vivo el ecosistema. Al perderse esos pulsos, el lecho se seca y disminuye la recarga subterránea. Todo río necesita un flujo mínimo para conservar su equilibrio; al suprimirlo, la presa lo convierte en un canal intermitente; solo existe cuando hay tormenta.
Tercera: ¿Qué implica económicamente y a largo plazo?
Cada nueva cortina promete seguridad, pero también refuerza la dependencia del cemento como respuesta automática. La Rompepicos 2 costaría casi el doble que la primera, sin que se conozcan estudios de costo-beneficio ni alternativas verdes. La infraestructura correctiva encarna una política reactiva: se invierte en mitigar consecuencias, no en prevenir riesgos.
Aún no hay claridad sobre la situación actual del proyecto, ni sobre los procesos de consulta ciudadana. Siguen pendientes las estrategias de manejo integral de cuencas –como la reforestación y el drenaje urbano– que podrían reducir el riesgo sin destruir el río.
Cuestionar la presa Rompepicos no es oponerse, sino comprender. Contener las avenidas de agua es sencillo; repensar la relación entre el río y la ciudad es el verdadero desafío.
Yeminá Samaniego
El Colegio de la Frontera Norte, Estancia Postdoctoral
Las opiniones expresadas en este artículo son de exclusiva responsabilidad de quien escribe. Y no representa un posicionamiento de El Colegio de la Frontera Norte.