Hay un frío que no se nota en la piel. No deja escarcha, no entumece los dedos. Pero ahí está. Vive debajo de la lengua, detrás de las costillas. Un frío emocional que muchas mujeres cargan sin saber desde cuándo. Como si hubieran aprendido a caminar con una cobija rota a cuestas, sin saber que podían buscar otra.
Es un frío que empieza antes del lenguaje. Una herida cultural. Algo que nos enseñaron como parte del amor romántico. Desde pequeñas se nos dice que para ser amadas hay que merecerlo. No basta con existir: hay que gustar. Hay que ser útiles, suaves, decorativas, disponibles. Que el amor no es algo que se recibe, sino algo que se gana. Que ser vistas es un privilegio, no un derecho.
Entonces muchas mujeres se convierten en expertas en leer señales mínimas. En aguantar. En esperar. Se conforman con lo que hay porque tienen hambre. No de sexo, no de compañía: de ser elegidas. De ser, por fin, “la importante”.
Mientras, por dentro, una hervidera de buche: ese calor ácido que nace de saberse usada, ignorada, postergada. Una rabia que no explota, pero tampoco se apaga. Que no grita, pero se instala. Que no pide permiso para arder. Ese hervor interno que avisa que algo ya no está bien, que ya no se quiere así, que no se puede seguir así.
A veces, ocurre otra cosa. No siempre, pero a veces. Una mujer se detiene. Mira hacia atrás. No para culparse, sino para entender. Empieza a sentir que ya no quiere seguir esperando. Que ese abrigo que ha llevado tanto tiempo ya no alcanza, ya no sirve, ya no abriga. Entonces se lo quita. Y empieza el trabajo.
Tejer uno propio no es fácil. No es bonito. No es inmediato. Al principio da más frío todavía. Pero es otra clase de frío: uno que no humilla, que no arrastra. Con cada punto, con cada hilo, se construye un lugar. Un refugio. Una forma distinta de estar en el mundo.
Entonces —cuando pasa, si pasa— el amor llega. No como promesa ni como recompensa. Llega sin trompetas. Sin instrucciones. No exige pruebas ni castigos. No pide sacrificios. No castiga la independencia. No se alimenta del hambre ajena.
Ese amor es elección, no necesidad. Es presencia, no ansiedad. Es un espacio donde se puede respirar sin pedir permiso. Y si no llega, tampoco pasa nada. Porque el abrigo ya está ahí. Porque el frío ya no manda. Porque se ha aprendido, por fin, a sostenerse.
No es una historia de redención, tampoco una victoria definitiva. Hay días en que el viejo frío regresa, disfrazado de dudas, de silencios, de esa voz que susurra que tal vez sí, que tal vez aún falta algo. Pero ya no manda. Porque una aprende a encender su propio fuego, aunque arda lento, aunque a veces se apague y haya que volver a soplar. Esa es la verdadera conquista: no dejar de sentir frío, sino saber que ya no se necesita mendigar calor.