Como el razonamiento es circular, las repeticiones serán inevitables. En Los libros de mi vida Henry Miller señala: “si lo que uno busca es conocimiento y sabiduría, mejor ir directo a la fuente. Y la fuente no es el erudito o filósofo, no es el maestro, sino la vida misma: la experiencia directa de la vida”. Confiesa que al cabo de un minucioso autoexamen se ha dado cuenta de que “uno debe leer menos y menos, no más y más”. Resulta paradójico y hasta abusivo lanzarse contra la lectura y los libros en un libro, pero mi curiosidad acepta la provocación, y sigo adelante para averiguar si habrá una respuesta a mi pregunta: ¿por qué, o a favor de qué, debería yo leer menos? Miller esgrime su argumento vitalista a lo largo de varias páginas: por encima de todo hay que vivir. Trato de entender el dilema: si la vida está afuera o siempre en otra parte, y no aquí conmigo: ¿cómo se llama lo que estoy haciendo o qué estoy haciendo? Se parece a una experiencia directa, una percepción simultánea, un cuadro que me incluye —y te incluye— como personaje y testigo. Hay múltiples actos, accidentes, mi albedrío inoportuno y el de los demás. Oigo un timbre que no reconozco, la bomba de agua, un taladro, alguien que sube por la escalera, el maullido de una gata en celo, el forcejeo de una llave que se atora en la cerradura. Recibo amenazas virtuales de un inquilino aficionado a la música de Luis Miguel. Nunca bajo la guardia. Pero siempre, invariablemente, me rescato y me refugio leyendo: por lo pronto, tu libro del Renacimiento, los Diarios de John Cheever, una biografía de Raymond Carver, Todo cuanto amé de Siri Hustvedt, Las ilusiones perdidas de Balzac, Frank: Sonnets de Diane Seuss, On Consolation. Finding Solace in Dark Times de Michael Ignatieff. A cada lectura le corresponde su día, su hora, su sitio: el escritorio, el sillón negro con su pila de cojines, la cama. Procuro subrayar y tomar notas. Me entero de que David Hume, ya muy enfermo, escribió Mi propia vida de una sentada, el 18 de abril de 1776. Luego puso en orden sus asuntos, mandó quemar documentos, liquidó a sus sirvientes y se despidió de sus amistades: Adam Smith, James Boswell, Samuel Johnson. O de que Cicerón huyó de Roma a su finca en la bahía de Ancio cuando murió su hija Tulia, en 45 a. de C. “Se encerró, dejó de dormir; vagó solitario por sus bosques, desgreñado, la cara cubierta de lágrimas”. Su amigo Servio Sulpicio le rogó en una carta que fingiera que lloraba por la república y no a causa de una hija. “¿Por qué el dolor personal te habría de agitar tan hondamente?” A veces mis articulaciones me obligan a ponerme de pie y estirarme. En el Canto XXIV de mi Comedia apócrifa es la noche del martes 22 de febrero de este año. Tú y yo estamos empacando la maleta que llevaremos al hospital. Metes Tinkers de Paul Harding en tu portafolio: “igual ahora sí lo leo”. En esa versión de nuestra historia tú regresas conmigo. No tengo por qué interferir en la trama: sucede a solas.
Bibliografía
- En el banquillo
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Tedi López Mills
Ciudad de México /