Escribir sobre la salida y eventual regreso de Jimmy Kimmel no ha sido un asunto sencillo. Son demasiados temas políticos, de negocios, divisiones y percepciones diametralmente opuestas de quiénes son “los buenos y los malos”. Y por supuesto, presiones presidenciales nada veladas que convierten este episodio en algo más profundo que un chisme de entretenimiento: es un recordatorio de lo frágil que puede ser la libertad de expresión cuando el poder busca silenciar voces incómodas.
La realidad es que, para cuando escribí esta columna el miércoles por la tarde, el monólogo del comediante —ese que según sus críticos “no tiene rating”— ya sumaba más de 16 millones de vistas en YouTube. Es decir, se pueden retirar concesiones, pero callar las voces críticas, de ambos lados del espectro, es mucho más difícil. No que no lo vayan a intentar.
“No tengo ilusiones de que quienes no me quieren, cambien de opinión por lo que diga aquí”, dijo Kimmel con voz rota, antes de subrayar que jamás quiso tomar a la ligera el asesinato de Charlie Kirk. Reconoció que sus palabras pudieron sonar insensibles y habló con respeto de Erika, la viuda del activista, destacando su perdón y compasión.
Muchos no lo aceptarán como disculpa. Pero el simple hecho de que haya recibido incluso apoyo de adversarios ideológicos demuestra algo más grande: que ni el poder político ni las campañas de odio logran monopolizar la narrativa cuando la sociedad percibe que se ataca un derecho básico.
El resto del discurso reforzó esta idea: desde la burla a la FCC hasta el gran chiste sobre un supuesto comunicado de Disney —“Instrucciones para reactivar las cuentas suspendidas de Disney+ tras la controversia”—. El mensaje es lógico y contundente: el poder de la gente para “votar con la cartera” puede ser una de las últimas líneas de defensa frente a la censura.