Una mujer duerme junto a su esposo. Lo conoce desde hace más de diez años, han criado hijos juntos, compartido deudas, enfermedades, risas. Esa noche, él despierta con los ojos desorbitados, empapado en sudor. Cree que lo siguen, que lo traicionan. No distingue rostros, solo amenazas. Toma un cuchillo. Y en minutos, la tragedia ocurre: no queda nadie con vida. Ni ella, ni los niños.
Esto ya no es un guion de terror. Es la realidad que empieza a emerger en muchos hogares del país: un nuevo tipo de violencia, íntima, devastadora y muchas veces silenciosa, provocada por el consumo de drogas sintéticas.
Durante años, los homicidios en México han sido asociados al crimen organizado, a disputas territoriales entre grupos armados o a venganzas personales. Pero algo está cambiando. Las drogas de diseño, como el cristal, el “Tusi” o combinaciones sintéticas adulteradas, están transformando no solo la conducta de quienes las consumen, sino el tipo de violencia que generan. Ya no se trata solo del adicto que se destruye a sí mismo. Se trata del consumidor que, bajo un brote psicótico, atenta contra quienes más ama.
Mientras que en Estados Unidos la epidemia de fentanilo ha dejado más de 100 mil muertos por sobredosis, en México la amenaza ha tomado otra forma: aquí no se trata únicamente de cuántos mueren por consumir, sino de cuántos mueren por vivir cerca de alguien que consume. Las drogas sintéticas alteran de tal manera el funcionamiento del cerebro que rompen la percepción de la realidad, generan episodios paranoides extremos, y pueden llevar al consumidor a ver enemigos donde hay familia. No se trata de maldad. Se trata de una mente alterada que actúa sin control.
Lo más alarmante es que este fenómeno ocurre dentro del hogar, ese espacio donde tradicionalmente nos sentimos seguros. Las víctimas ya no son rivales en la calle: son madres, hijos, parejas. Y lo peor: no estamos preparados como sociedad para afrontarlo.
Hoy más que nunca urge hablar de adicciones no como un problema lejano, sino como una emergencia pública que puede tocar cualquier casa. Contener su avance requiere más que discursos. Necesitamos inversión seria en salud mental, atención temprana, prevención en comunidades y, sobre todo, eliminar el estigma que impide pedir ayuda. Un joven que consume no debería ser tratado como delincuente, sino como alguien en riesgo de perderse… y de llevarse consigo a otros.
No atender las adicciones hoy es abrirle la puerta al horror de mañana. No reconocer que la violencia también nace desde adentro es cerrar los ojos ante la evidencia. Y no dar respuestas institucionales a este nuevo patrón de homicidios es condenar a más familias a morir en silencio.
Porque cuando el enemigo está en casa, ya no basta con cercar la calle. Hay que empezar a sanar desde adentro. Antes de que sea demasiado tarde.