Olvidar, bien lo dijo Nietzsche, no es algo que suceda por error ni es una falta: es una necesidad para la vida. Olvidar es limpiar el panorama para abrir lugar a nuevas experiencias. Pero hay de olvidos a olvidos. En varias ocasiones me he topado con una idealización del olvido como enfermedad, esto es, de lo que en medicina es la enfermedad de Alzheimer.
Tan solo dos ejemplos de mundos muy distantes: una de las más grandes compositoras latinoamericanas, Chabuca Granda, y el antiguo filósofo chino Lie Zi. Ambos consideran el olvido radical como una bendición. Chabuca dice: “Cuando ya se me olvide, habré olvidado. Viviré silenciosa, liberada; no ansiaré más respuestas, pues no habré preguntado. No habré perdonado, ni habré ofendido”. Lie Zi, por su parte, da inicio a su Tratado de la vacuidad con un elogio descrito, por supuesto a su manera, pero se trata sin duda de lo que hoy llamamos Alzheimer.
La humana capacidad de idealizar nos puede convencer de lo que sea. Pero esa capacidad nos ha hecho mucho daño, la civilización humana ha idealizado las emociones, la enfermedad, el dolor, de una manera casi natural. En esto Spinoza se mantiene solo, como el más radical revolucionario: el dolor no es necesario para desarrollar la creatividad y es más, nada bueno surge de él.
Del mismo modo, ese olvido total que hoy se conoce como la enfermedad de Alzheimer en modo alguno puede ser un “arar en el mar de los ensueños”, es tan grotesco como no saber comer, querer caminar con una pared enfrente, evacuar en cualquier lado; es vivir en un mundo desconocido sin comprender lo más mínimo de él.
De modo que amo a Chabuca Granda, canto sus canciones, pero sé muy bien que si me llegara la hora pediría, en cuanto llegue la ansiedad, tener en compañía de mi familia un adiós respetuoso. La eutanasia es opcional, es algo que se otorga únicamente al individuo que la pide dentro de un marco médico y legal comprobable.
¿Hasta cuándo podremos tener en México ese derecho tan elemental?