El neurocientífico y ensayista Oliver Sacks (Londres, 1933—Nueva York, 2015) siempre tuvo la firme convicción de que podía dedicarse tanto a la ciencia como a la literatura. En esta vertiente exploró el ensayo como un diestro prestidigitador. Supo tender los hilos para unir caminos, acaso irreconciliables para muchos hombres de ciencia que sólo miran hacia una dirección.
Se le considera un precursor de la ciencia y la música, pues sentó las bases de la conexión entre el arte sonoro y la actividad cerebral. Sus objetos de estudio siempre fueron los sentidos y la relación con la mente.
Sacks no sólo dejó una huella en el ámbito científico, sino también en la literatura. Se extraña su visión humanística, lúcida, salpicada de referencias frescas y precisas. Nadie como él para explicar padecimientos, y poder ser empáticos con quienes nos rodean. Alguna vez visitó Oaxaca, y quedó encantado por la variedad de helechos que encontró, así como del excéntrico mosaico culinario que desfiló frente a sus ojos. Eso lo narra en Diario de Oaxaca.
Disfrutaba la vida, leía, se documentaba, apreciaba el arte, la literatura y practicaba la natación como una suerte de autodescubrimiento. Quizá para fluir no sólo en el agua sino también en el pensamiento, en cada una de sus acciones y en la escritura misma. Lord Byron, antes de escribir un poema, sentía que debía haber nadado mínimo un kilómetro, practicado algunos jabs, y luego se sentaba a escribir, invadido de una paz inconmensurable. Seguro despertaba envidias tanto por sus versos como por su desbordante energía.
Gratitud, este cuarteto de ensayos es, tristemente, la despedida de un hombre que sabe que va a morir. Y ante lo inevitable, opta por practicar estos ejercicios de escritura encaminados a despedirse, a reconocer lo que puede hacer a sus ochenta años: rememora, analiza, divaga, relaciona, ama y, sobre todo, retribuye. El cáncer que alguna vez se le presentó en un ojo, en 2005, diez años después lo acecha de nuevo en otra parte del cuerpo, el hígado. Y lo devora lentamente. A pesar de que se somete al tratamiento indicado, sabe que ante lo inminente no hay tregua. El tiempo corre, aunque ya no de la misma manera para él. Su vida se torna más lenta, acaso como si estuviera inmerso en arenas movedizas; no obstante, nunca pierde su entusiasmo. Sabe que el telón está por caer y se prepara para cuando llegue ese momento.
¿Qué hacer ante lo irreversible? Fluir, como cuando está en la alberca. Escribir, releer, editarse, volver a escribir. Es un homenaje a la vida, a lo que cosechó durante más de ocho décadas. Lejos de cualquier drama y momentos de arrepentimiento, mira de frente y agradece: por la vida, la ciencia, las letras, los amigos, la empatía, la familia, la naturaleza.
“Auden decía que uno siempre debe celebrar su cumpleaños, por muy mal que se sintiera. Ahora sufro náuseas y pérdida del apetito; de día me entran escalofríos, y por la noche sudores; y sobre todo padezco cansancio generalizado, y si hago demasiadas cosas me entra un agotamiento repentino. Sigo nadando cada día, pero ahora más lentamente. Antes podía negarlo, pero ahora sé que estoy enfermo. El TAC del 7 de julio confirmó que las metástasis no sólo se habían reproducido en el hígado, sino que ya se habían extendido más allá”, refiere Sacks.
Leer a Sacks hace que reflexionemos en nuestros actos de la vida cotidiana. ¿Y si este día fuera el último de nuestra existencia? ¿Y si mañana no podemos escribir una línea más? ¿Si una enfermedad nos engulle lentamente y ya nada se puede hacer? ¿Estamos preparados para ese final? Tal vez reaccionaríamos como una vez escribió Pavese en su diario: “Hoy, nada”.
Pero Sacks prefiere no cobijarse en esa nada ni en nadie, y se apuesta por recapitular sus experiencias. El amor por la ciencia lo transmite cuando relata que llega su cumpleaños ochenta, y que un amigo le regala un frasco pequeño con mercurio. Atendiendo a los parámetros de la tabla periódica de elementos, el mercurio tiene 80 como número atómico; es decir, la cantidad de protones que posee un átomo en su núcleo y se representa con la letra z. El número atómico es único para cada elemento, determina sus propiedades físicas, químicas y su identidad. Cuando Sacks cumple 80 recibe mercurio —tal vez como una señal de su identidad—, luego en los 81 talio y a los 82 plomo. Ya no pudo dejar constancia de que recibió bismuto, porque falleció a los 82 años. Ocurrió el 30 de agosto de 2015, en su casa de Nueva York.
Escribe al respecto: “El bismuto es el elemento 83. No creo que llegue a cumplir esa edad, pero siento que hay algo esperanzador, algo alentador, en tener cerca de mí ese 83. Además, siento debilidad por el bismuto, un modesto metal de color gris, a menudo desdeñado e ignorado incluso por los amantes de los metales. La simpatía que como médico siento por los maltratados o marginados se extiende al mundo inorgánico, y halla un paralelismo en mi predilección por el bismuto”.
Tenía la seguridad de que no llegaría al polonio 84, un elemento radiactivo y mortal. En el hogar del escritor había una mesa en forma de la tabla periódica de elementos, y en un extremo estaba colocada una figura de berilio 4, que le recordaba su infancia; esa etapa de la vida a la que tarde o temprano regresamos en nuestra memoria, antes de que el telón se cierre de manera definitiva.