A las mujeres se nos enseñó a resistir el dolor. Nos dijeron que el cólico era normal, que la menstruación no justificaba faltar al trabajo o a la escuela, que dolía “porque así es ser mujer”. Muchas de esas niñas que aprendieron a callar hoy son adultas, y apenas algunas están siendo diagnosticadas con endometriosis, después de 15 años de vivir con un dolor crónico que nadie tomó en serio. Otras enfrentan intervenciones quirúrgicas por síndrome de ovario poliquístico, porque cuando eran adolescentes no se les prescribieron anticonceptivos para regular sus hormonas. No se trataba de salud, sino de prejuicios.
Ese es el rostro de la desigualdad en salud: uno que no siempre aparece en los informes, pero que habita en millones de cuerpos ignorados, minimizados o juzgados.
Esta desigualdad no es teórica, es una injusticia cotidiana. Las mujeres no se enferman menos, se atienden menos por falta de tiempo, dinero, acceso y credibilidad. Muchas no van al médico porque cuidan a alguien más, porque no hay con quién dejar a sus hijos o porque aprendieron que su palabra será puesta en duda.
Durante siglos, la medicina investigó cuerpos masculinos como estándar, ignorando nuestras diferencias hormonales, metabólicas y sintomáticas. Los protocolos, diseñados desde ese sesgo, generan diagnósticos tardíos, tratamientos inadecuados y un patrón de dolor desestimado. Como reportó ***The New York Times***, apenas el año pasado en Estados Unidos reconocieron que los médicos deben ofrecer anestesia para colocar el dispositivo intrauterino, o DIU, luego de años de minimizar el dolor de las mujeres. ¿Cuántas más necesitan alzar la voz para que se les crea?
La salud sexual de las mujeres ha sido ignorada, tergiversada o convertida en tabú. Y eso no es solo negligencia, es una forma de violencia.
Violencia es no hablar de educación sexual con niñas y adolescentes por miedo a que se informen. Violencia es negarles métodos anticonceptivos por prejuicio. Hablar de salud sexual no es controversial, es urgente.
Violencia es invalidar su dolor, su miedo y su voz. Y es no generar condiciones para que ejerzan su derecho a la salud con libertad, tiempo e información.
Desde Nuevo León estamos cambiando esta historia. Con espacios para el cuidado, prevención del embarazo adolescente, acompañamiento psicosocial y atención integral para mujeres con discapacidad, enfermedades crónicas o que viven violencias. Impulsamos también servicios comunitarios con perspectiva de género que promueven la prevención, el acceso oportuno a servicios de salud y el trato digno. Todas las mujeres tienen derecho a vivir sus procesos sin miedo, sin dolor y con dignidad.
No podemos seguir pensando en la salud de las mujeres como un tema menor, íntimo o accesorio. Necesitamos un sistema que reconozca nuestra complejidad y que se diseñe con base en las necesidades reales de las mujeres, no desde lo que históricamente se ha asumido como neutral. Garantizar la salud de las mujeres requiere inversión, políticas sostenidas y, sobre todo, un cambio de conciencia sobre lo que significa vivir en un cuerpo que por siglos ha sido malentendido, relegado y condicionado.
Tal vez la pregunta que debemos hacernos es ésta:
¿Cuánta desigualdad estamos dispuestos a normalizar antes de admitir que hemos fallado?
Si sabemos que la salud es la base de cualquier derecho, ¿por qué seguimos sin colocarla al centro?
El futuro no se construye desde la omisión. Se construye desde el reconocimiento, la escucha y la acción. Y eso empieza por mirar y atender todo lo que hoy seguimos evitando.