El miércoles la dictadura de Nicaragua anunció que despojará a 94 ciudadanos de ese país de su nacionalidad. Entre ellos están el escritor Sergio Ramírez —ganador de los premios Cervantes y Alfaguara—, los periodistas Carlos Fernando Chamorro y Wilfredo Miranda, la escritora Gioconda Belli y el obispo Silvio Báez, además de activistas y defensoras de derechos humanos. Muchos de ellos están en el exilio. Unos días antes, el régimen de Daniel Ortega había anunciado lo mismo para los 222 presos políticos que envió a Estados Unidos.
A estas 316 personas la justicia nicaragüense, bajo el control del dictador Ortega, las declaró culpables de “traición a la patria” y no solo les quitó su nacionalidad, sino que ordenó la incautación de todas las propiedades a su nombre. En realidad, la mayoría de estas personas ha intentado detener el avance del autoritarismo y salvar los retazos de vida democrática que quedan en el país centroamericano.
Ortega y su esposa, Rosario Murillo, han ido afianzando desde 2018 una dictadura sin que existan repercusiones reales a nivel internacional en su contra. Ha habido cartas de organizaciones internacionales, algunos llamados de algunos países o la no invitación a algunos foros, pero la verdad es que, en pleno 2023, en América la pareja dictatorial está afianzada y no se ven formas de removerla. Ya cooptaron a todo el Estado, robaron las elecciones y encarcelaron, exiliaron o despojaron de su ciudadanía a casi todos los opositores y a quienes exigen el regreso de la democracia. Tan solo en 2022, el régimen apresó a 235 personas por sus ideas políticas.
Pese a la brutalidad de lo que está sucediendo y, como sucede muchas veces, hemos logrado normalizarlo. A solo 2,300 kilómetros de Ciudad de México existe una dictadura a la que ya pocos cuestionan. Lo decía Wilfredo Miranda el mes pasado en un artículo en Post Opinión: “Suele suceder que las crisis sociopolíticas que se alargan pierden interés, sobre todo para la comunidad internacional. Por debajo del cúmulo de cifras que dimensionan, la realidad diaria de los afectados va mutando, se acomoda. Un ejercicio constante de sobrevivencia que suele generar un velo de pretendida ‘normalidad’”.
El problema es que no es normal. Cómo va a ser normal que tan solo el año pasado salieran de Nicaragua al menos 328 mil 443 de sus ciudadanos y ciudadanas (4.9 por ciento de la población), casi todas buscando una mejor vida en otros países. O que al menos 31 medios independientes hayan sido cerrados por la dictadura y al menos 100 periodistas estén en el exilio.
El grito de ayuda desde Nicaragua ha sido permanente, pero no hemos querido escucharlo. Hoy, muchos de los mejores ciudadanos de ese país, que han resistido con su vida y su libertad el asalto dictatorial, ya ni siquiera cuentan con la ciudadanía nicaragüense.
Miranda agregaba en su artículo: “Ortega y Murillo han contagiado el autoritarismo a Honduras, El Salvador y Guatemala con una gran lección: el costo de ser autócrata no es tan alto”. Y es cierto: ¿Por qué alguien debería de seguir las reglas democráticas si al final no hacerlo no tiene consecuencias? Es hora de voltear a ver a Nicaragua y lo que su dictadura implica para una región donde el autoritarismo crece a diario.
Mael Vallejo@maelvallejo