En noviembre de 2022, la ministra de Trabajo de Argentina, Raquel “Kelly” Kismer, declaró en una entrevista: “Después seguimos trabajando con la inflación, pero primero que gane Argentina el Mundial”. La inflación interanual en ese momento era de 88%. La selección ganó el Mundial en diciembre, el país se paralizó por días con los festejos y la inflación no solo no se combatió desde el gobierno, sino que creció: hace unos días, el 14, se hizo el anuncio de que llegó al 102.5% interanual. Es la cifra más alta en 32 años, desde 1991, una de las más grandes en el mundo.
Cuesta trabajo entender una cifra así, cuando además los salarios por supuesto no han seguido esa curva ascendente. Cuesta trabajo entender también que solo dos días después del anuncio, más de 1.5 millones de personas hicieron una fila virtual para comprar boletos para el partido Argentina-Panamá en Buenos Aires. Será la presentación de la selección local campeona del mundo y solo había 80,000 entradas disponibles, que costaban entre 35 y 250 dólares, el doble que hace un año. Tiene sentido, dado que el último partido de la selección como local fue en marzo de 2022 contra Venezuela.
El argentino es un pueblo bravo y combativo, acostumbrado a tomar las calles contra el mal actuar de sus gobiernos. Solo hay que recordar el “¡Que se vayan todos!” y las protestas de 2001, tras el “corralito” financiero y la gran crisis económica. Por ahora, el futbol sigue salvando no solo el ánimo de la gente sino, sobre todo, al presidente Alberto Fernández. Este enfrentará elecciones presidenciales en octubre y, más allá de que Messi y compañía sigan aportando felicidad a sus compatriotas, no se ve otra fuente de ánimo o una salida a la enorme crisis social y política que tiene el país.
La inflación, por supuesto, no es solo culpa del gobierno de Fernández. Su antecesor, Mauricio Macri, dejó el gobierno en 2019 con una inflación de más de 50% interanual, que en ese momento era la más alta desde 1991. Y la lucha contra los aumentos de precios es más larga que eso. Quizá, como dijo el escritor Hernán Casciari, “si en Argentina por un milagro extraterrestre dejáramos de tener inflación, habría un montón de personas que no sabrían qué hacer”.
Se sabe que el futbol en Argentina es una religión, pero hoy parece más cierto que nunca. Sus jugadores tienen sobre los hombros la carga no solo del éxito deportivo de un pueblo, sino también de su sonrisa. Ante la falta de talento de los políticos y economistas, son Martínez, Fernández, Álvarez y Di María a quienes parece corresponderles la unión de un pueblo cada vez más empobrecido y dividido. Una carga enorme para alguien que se dedica a patear un balón.
Fernández y su gobierno no tienen otra competición futbolística internacional pronto. Así que les tocará trabajar, esta vez, para combatir la inflación. A menos que sigan confiando en que serán los jugadores los que podrán seguir evitando que la gente tome las calles para exigir mejores políticas económicas. O que simplemente los echen de la Casa Rosada en las elecciones del 22 de octubre. La religión funciona hasta que el hartazgo de la gente supera a la fe.