No importa cuánto enarbolen discursos de izquierda, se posicionen en contra de la hegemonía y el poder, promulguen el “amor al prójimo” en su versión hippie de “andar los pasos con amor”, participen en grupos de autogestión, o cuántas veces se enuncien “libertario”, los hombres que violentan mujeres también están ahí, en esos grupos. Y, aún más, los hombres que los respaldan, que los encubren y que los defienden también pertenecen a la izquierda.
Ahí es donde está presente el pacto no escrito en los libros que venden, que escriben y promocionan, pero que esta activo e implícito en sus relaciones entre sí, entre hombres.
El pacto patriarcal no es un acuerdo formal, pero es eficaz. Funciona como una red invisible de lealtades entre varones que, frente a la denuncia de una agresión o un comportamiento violento hacia una mujer, se activa para proteger al agresor. Y es necesario señalar que quienes lo sostienen muchas veces se piensan como progresistas, revolucionarios, o anticapitalistas, pero cuando un compañero violenta, sus convicciones se tambalean.
Opera en varios niveles: con la comunidad del agresor fortaleciendo su imagen como “el hombre bueno”, con la red de apoyo de la víctima poniéndola en entredicho o con la propia víctima. Además lo hace con diferentes dinámicas, a veces con gritos o amenazas, otras con silencios de supuesta neutralidad, o con dudas sembradas sutilmente, o con la minimización de lo ocurrido. Pero el resultado es el mismo: la violencia se perpetúa y el agresor resguardado.
Una de las justificaciones más frecuentes y más peligrosas es la que apela a la salud mental del agresor. Se dice que “está atravesando un episodio”, que “no sabe cómo gestionar sus emociones” o hasta que “tiene una condición mental” buscando justificar lo injustificable. Y aunque, efectivamente, el dolor psicológico es real y la salud mental merece atención, no puede ser utilizado como excusa para ejercer violencia contra otras personas.
Romper el pacto patriarcal es cosa de hombres, también de los de izquierda.