Desde que llegué a Guadalajara en 2003, he visto desfilar toda clase de gobiernos municipales en Puerto Vallarta y sus alrededores: del PRI, del PAN, de Movimiento Ciudadano, de Morena y hasta del Verde. He visto caras nuevas y viejos vicios reciclados. Y si algo une a todos ellos, es que cuando llega la hora de los desastres naturales, ninguno sabe qué hacer.
Cada temporada de lluvias es la misma historia: carreteras bloqueadas, colonias bajo el agua, familias que lo pierden todo, hoteles afectados y autoridades que salen a dar declaraciones vacías, como si los hubiera sorprendido un meteorito. No es falta de advertencia. Es falta de visión.
Porque seamos claros: Puerto Vallarta no se inunda solo por la lluvia. Se inunda por la codicia. La codicia de quienes han permitido construir donde no se debe, de los que destruyeron manglares para levantar torres de lujo, de los que rellenaron humedales para abrir estacionamientos o fraccionamientos. De los que convirtieron al puerto en una mina de oro para unos cuantos y en una trampa mortal para los demás.
En Vallarta, el negocio está por encima de la naturaleza, y la naturaleza ya está cobrando la factura. Las autoridades municipales y estatales siempre actúan después del desastre, jamás antes. Reaccionan con brigadas improvisadas, con conferencias de prensa y con promesas de reconstrucción. Pero la verdadera reconstrucción debería empezar por la conciencia, y ahí no hay maquinaria que alcance.
La devastación actual no es producto de una tormenta impredecible. Es consecuencia directa de décadas de omisiones, de corrupción urbanística y de una cultura política que privilegia el aplauso sobre la prevención.
El turismo internacional ve un paraíso. Los habitantes viven en un riesgo permanente.
Y mientras tanto, los mismos de siempre se reparten los contratos de limpieza, los apoyos “urgentes” y las obras de reconstrucción que en unos meses volverán a colapsar. La tragedia se convierte en negocio, y el dolor del pueblo en pretexto para la foto.
Y cuando llega la tormenta, vuelven a culpar al cielo… sin ver que el verdadero desastre está en la tierra.
Porque el mar no perdona, la montaña no olvida y la naturaleza tarde o temprano se cobra lo que le arrebatan.