México no es un país lector. La Encuesta Nacional de Lectura 2006 que el Consejo Nacional para la Cultura y las Artes encargó a la UNAM, arrojó que el promedio de libros leídos por persona al año casi llega a tres. Si se excluyen los libros escolares y se agregan entornos rurales, el número se desploma. Pero más allá de los datos, lo preocupante es la normalización del desinterés por la lectura.
Más recientemente, el INEGI, por medio del Módulo sobre Lectura (MOLEC) 2024, genera datos estadísticos sobre la condición de lectura de materiales seleccionados de la población de 18 años y más, en áreas urbanas. Se considera que el MOLEC aporta datos dignos de conocimiento para la sociedad.
La lectura no es solo un hábito intelectual; es una herramienta de pensamiento crítico, de construcción de ciudadanía, de resistencia ante la manipulación. En un país donde la polarización política se alimenta de titulares y memes, leer se vuelve un acto necesario. ¿Por qué entonces se lee tan poco?
Nuestro sistema educativo ha convertido la lectura en una obligación sin sentido. Se exige leer, pero no se enseña a disfrutar, a cuestionar, a dialogar con los textos. Los libros se presentan solo como instrumentos de evaluación. En secundaria, por ejemplo, se pide leer grandes obras de la literatura universal sin acompañamiento pedagógico. El resultado: generaciones que asocian la lectura con tedio y castigo.
Además, la precariedad económica juega su papel. En muchas familias, comprar un libro es un lujo. Las bibliotecas públicas, cuando existen, están mal surtidas o desactualizadas. Y aunque el acceso digital ha crecido, la lectura en pantalla suele competir con el entretenimiento inmediato: redes sociales, videos cortos, contenido efímero.
Paradójicamente, México es un país que opina mucho. En redes sociales, en la calle, no se diga en restaurantes y bares, se discute de todo: política, deporte, economía, el estado del mundo, sin faltar la seguridad. Pero esas opiniones rara vez se sustentan en lecturas profundas. Se repiten frases, se comparten titulares, se viralizan prejuicios. La lectura crítica que, a su vez, sustente el pensamiento crítico, brilla por su ausencia.
Este fenómeno tiene consecuencias graves. La desinformación se propaga con facilidad. Las narrativas simplistas ganan terreno. Y el pensamiento complejo, que se cultiva leyendo, queda marginado. En este contexto, leer no es solo un acto cultural: es una forma de defensa ante la manipulación.
No todo está perdido. Existen países en los que el promedio de libros leídos por habitante es más bajo que en el nuestro. Las iniciativas que buscan revertir esta tendencia se han traducido en clubes de lectura comunitarios, bibliotecas móviles, proyectos editoriales independientes. En la Ciudad de México, se implementó el programa “Para leer de boleto en el Metro”, permitiendo a los usuarios tomar libros de estantes y devolverlos al finalizar su trayecto. El objetivo es promover el hábito de la lectura y, adicionalmente, hacer que los usuarios disfruten sus traslados. Como dato curioso, en algunos casos, hubo estantes en que los libros desaparecieron rápidamente sin ser devueltos.
En consecuencia, más que un programa o programas aislados, se requiere una política pública que entienda la lectura como catalizador de cultura y educación, que conecte libros con realidades y más allá de entornos urbanos, promueva la lectura en lenguas indígenas, en contextos rurales, en espacios laborales. También es urgente repensar la lectura en las universidades. No basta con exigir ensayos: hay que formar lectores críticos, capaces de vincular textos con problemas reales y actuales. En carreras como comercio exterior, ingeniería o administración, leer debería ser parte del pensamiento estratégico, no un apéndice humanista.
Leer no es solo abrir un libro. Es abrir la mente. Y en México, eso sigue siendo una tarea pendiente.