“Todas las relaciones humanas llevan implícita su autodestrucción”, sentencia con severidad Gabriel Rodríguez Liceaga en la novela La felicidad de los perros del terremoto (Ed. Random House). Durante el año rondé hacerme de este libro, pero no lo conseguí hasta la temporada navideña, lo que a la postre resultó una lectura harto masoquista..
Inicialmente, el gancho es que aparece un reguetonero en el centro de la historia (que resulta un personaje secundario) y luego la atracción vino con los ingeniosos posts de un autor que debe soportar además ser hincha del Cruz Azul. Más tarde me arrasó el alud de la historia del publicista Luis Pastrana, que apenas bordeando los treinta ya ha pasado por diversos tragos amargos, como el enterarse tardíamente que tuvo un hijo que murió a los 3 años. Una vez más el mundo del marketing es mostrado como un asco y siendo todavía joven se puede existir rodeado de un gran vacío y mucha podredumbre existencial. La suerte está echada; una ojetada de las redes sociales lleva al reguetonero y los publicistas hasta un remoto pueblo de Alaska para dar un concierto (patrocinado por Pepsi). Para muchos sería algo interesante, pero Pastrana suelta: “Los viajes ofrecen la posibilidad de reinventarte desde cero pero jamás puedes huir de ti mismo”. La novela se escribió años antes de éste 2020 de porquería, pero leída en el actual contexto se maximiza su amargura y plasma la manera en que las cosas se van desplomando gradualmente. Incluso a los perros rescatistas se les engaña para que sigan adelante. No importa si se está en la ciudad de México o en Alaska, no se puede estar a salvo en lugar alguno cuando el infierno es uno mismo. Rodríguez Liceaga me hizo cerrar el año con un sabor todavía más acre en la garganta.
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