
La polarización y el oportunismo político han intoxicado el ambiente y comienzan a sabotear el esfuerzo que como sociedad nacional debemos hacer para responder a la tragedia que viven los acapulqueños.
Habría que estar viviendo momentos churchillianos, enmarcados en el “sangre, sudor y lágrimas” a las que en 1940 invocó el primer ministro inglés ante las derrotas frente a los nazis, en un llamado desesperado a dejar atrás las divisiones, pausar las diferencias y encarar unidos la amenaza mayor. No solo por la tragedia que padece un millón de personas, muchas de ellas carentes de lo más indispensable, también porque la recuperación de Acapulco requerirá inversiones de cientos de miles de millones de pesos, que solo pueden surgir de un verdadero esfuerzo nacional.
Ningún país está preparado para un desastre natural de la magnitud de Otis. En 1997 con Paulina murieron en Acapulco entre 240 y 400 personas, según la fuente, a pesar de que era de categoría 4 y de que hubo oportunidad de avisar a la población de manera anticipada. En 2005 Katrina costó la vida de 2 mil habitantes de la zona de Nueva Orleans. Materialmente es imposible paliar, en cuestión de horas, el impacto brutal de un fenómeno de tal violencia sobre una población de ese tamaño. Y si no estábamos preparados para Otis en términos materiales, en términos políticos aún menos.
Desde el primer instante hemos visto una cobertura mediática mucho más empeñada en documentar “las podridas” y responsabilizar al gobierno de todos los males, que en dar cuenta de la compleja realidad de una ciudad destrozada en materia de horas. Tendría que haber límites al deseo de medrar políticamente con un desastre natural de esta magnitud. Difundir que el gobierno bloquea la ayuda de los particulares, a partir de incidentes específicos, podría ser criminal porque inhibe las donaciones de multitud de organismos públicos y privados en favor de los acapulqueños. Una cosa es señalar los errores o la arbitrariedad absurda en algún retén, que sin duda los hay, y otra ignorar el necesario y enorme esfuerzo logístico de distribución y de entrega de recursos para evitar redundancias, priorizar a los necesitados y evitar desabasto.
Por más romántico y legendario que sea el recuerdo del papel de la sociedad en los temblores del 85 y del 17, habría que asumir que la atención de una emergencia con las características de esta tragedia de Acapulco compete en gran medida al Estado, como fuerza primaria y como coordinador de los esfuerzos del resto de la sociedad. Se requirieron miles de soldados para recomponer los accesos a la zona en materia de horas, única manera de asegurar vías de suministro para la población afectada. Dos mil empleados de la CFE trabajaron sin descanso, en muchos casos haciendo a un lado su propia emergencia familiar, para levantar parte de los 12 mil postes caídos y de las enormes torres de transmisión que habían sido construidas a lo largo de años en zonas escarpadas. En 48 horas restablecieron la energía para la mitad de la zona y este martes podría estar reinstalada en la mayor parte del puerto.
Acusar al gobierno de “no estar haciendo nada” es un agravio para tantos que han laborado sin descanso haciendo trabajo de zapa. Medio gabinete opera en el puerto desde el fin de semana pasado y este lunes el gabinete económico comenzó a definir criterios para sentar las bases de un programa de recuperación que incluye a banqueros, empresarios y compañías de seguros.
Por otro lado, puede ser comprensible la molestia del presidente Andrés Manuel López Obrador frente a la mezquindad y las mentiras deliberadamente propagadas. Pero habría sido deseable, en un momento como este, generosidad para no convertirlo en una trinchera más del interminable tira tira con “los conservadores”. Es cierto que su gobierno tenía que desmentir la desinformación y la propaganda malintencionada. Para eso bastaba informar, informar e informar. No necesitábamos saber las necedades que dijo Fox o varios epítetos más sobre “los enemigos del pueblo”.
Son momentos en que el país necesita al estadista, no al líder de una corriente política. Es imprescindible que en nombre de todos los mexicanos el mandatario se coloque por encima de las batallas partisanas. Si sus adversarios lo hacen allá ellos, pero él es el Presidente. No es solo una cuestión moral frente a la desgracia, es también un imperativo práctico. Si la recuperación de Acapulco requiere de un esfuerzo nacional, ¿cómo asegurar la generosidad del resto de los mexicanos cuando el ambiente está plagado de desconfianza?, ¿cómo desprenderse de la acusación de que toda donación en metálico para la reconstrucción, que sea canalizado por vía oficial, será utilizada por los siervos de la nación para hacer trabajo electorero?
El gobierno tiene razón cuando afirma que ha respondido a la emergencia y que mucha de la crítica es de mala fe. Pero en su afán de mostrar su desempeño está generando una narrativa que puede confundirse con la soberbia por asumirse autosuficiente, controlador y con afanes de subordinación política de toda colaboración. ¿Cómo encontrar el balance entre la necesaria coordinación que solo puede estar a cargo del Estado y la confianza que debe ofrecer como instrumento de concertación de ayudas y apoyos del resto de la sociedad? Muchos quieren participar para lo cual necesitan puentes de acceso y no será posible construirlos entre acusaciones mutuas.
Creo en los valores que impulsa la 4T y en la mayoría de los cambios introducidos en favor de los pobres, pese a los negros del arroz. Estoy convencido de que muchas de las críticas frente a la tragedia de Acapulco son injustas y algunas infames. Miles de personas de este gobierno se han partido el alma para auxiliar a las víctimas. Pero no comparto el arrebato con el que se deja llevar el Presidente, en el intercambio de golpes verbales, al afirmar que “no hay mal que por bien no venga”, hablando del desastre, supuestamente porque eso muestra de qué están hechos los conservadores. No pretendo sacar de contexto una frase desafortunada de cara a la desgracia de miles de personas que no tienen casa, abrigo ni alimentos y no saben cuándo volverán a tenerlos. Pero me preocupa que refleja un ánimo confrontativo que empata con el de sus adversarios.
Entiendo la indignación de López Obrador, pero crisis como esta muestran la verdadera dimensión de un líder. No se trata de ver si su gobierno está a la altura del reto, sino de si su papel como presidente de los mexicanos, lo quieran o no, es capaz de propiciar que el país se vuelque en beneficio de un millón de desamparados que nos necesita a todos. No es hora de ponerse medallas en el afán de quitarse máculas injustamente recibidas. Es tiempo de pensar en las víctimas. Si no lo hacemos bien, el puerto turístico puede convertirse en zona de desolación, descomposición social y criminalidad cuyas consecuencias padeceremos todos.