Escribo este artículo con la impresión de que ya lo había publicado antes, pero su inexistencia en los archivos muestra que se trata de un déjà vu, ocasionado por las ocasiones reiteradas en las que Marcelo Ebrard ha pasado por una aparente muerte política y regresado al estrellato por todo lo alto.
La última es la más espectacular, sin duda. Hace dos años, al final de la lucha interna por la candidatura presidencial de Morena, en la que Claudia Sheinbaum se impuso con holgura, su reacción a la derrota hacía inminente un nuevo exilio político. Marcelo no solo no reconocía los resultados de la encuesta interna, amenazaba además con llevar su denuncia política a instancias ulteriores. Su cuestionamiento al proceso restaba credibilidad a la elección de Sheinbaum y abollaba el arranque mismo de la campaña presidencial. El malestar entre cuadros y militantes del partido y las acusaciones de traición hacían inminente su salida. En su casa de campaña se especuló con distintos escenarios, entre los cuales se encontraba la posibilidad de convertirse en un candidato de oposición con otra casaca. Para nadie fue un secreto que Dante Delgado, mandamás de Movimiento Ciudadano, retrasó la elección de su candidato en espera de la decisión de Ebrard.
Al final se impuso la mesura, entre otras razones por la intervención del líder del movimiento, Andrés Manuel López Obrador, empeñado en evitar cualquier fisura. Con él como árbitro, los dos equipos en disputa acordaron los términos de una tregua. Pero se trataba aparentemente de una tregua forzada, en la que ambas partes dejaban atrás los insultos y rencillas, pero no necesariamente se olvidaban. Todo hacía suponer que la administración encabezada por Sheinbaum otorgaría una posición simbólica pero anodina a Ebrard, para cumplir formalmente con la “reconciliación” solicitada por López Obrador. La escasa o poco protagónica participación de Ebrard en la campaña de Claudia así lo hacía suponer.
Su nombramiento como secretario de Economía del gobierno abona a su enorme capacidad para reciclarse, por así decirlo. Un ex cadáver político reconvertido en protagonista clave en el equipo de la Presidenta a la que había impugnado abiertamente. Las razones de fondo solo pueden ser especuladas, pero es evidente que abrevan en la disposición de los tres actores centrales en este caso.
Por un lado, Andrés Manuel López Obrador, empeñado en evitar escisiones, como se ha dicho, seguramente interesado en que su ex canciller recibiera algo más que una posición meramente simbólica. Por otro, Marcelo Ebrard debió hacer una reflexión de fondo sobre su papel en la vida pública. Sus amigos dirán que al final prevalecieron sus convicciones, mucho más cercanas a las del llamado Humanismo Mexicano que a las de cualquier otra bandera partidaria. Otros asumirán que su decisión tiene más que ver con el cálculo político; ninguna otra organización está en condiciones de ofrecerle una oportunidad para cumplir su sueño de llegar un día a la silla presidencial. Lo cierto es que Ebrard superó las resistencias naturales de los vencedores y fue incorporado en una posición estratégica en el nuevo equipo.
Y finalmente, también es mérito de Sheinbaum. Quienes en verdad la conocen saben que Ebrard no estaría allí si ella no lo hubiera considerado útil para su gobierno; de no haber sido así se habría desembarazado del compromiso con alguna negociación. Pero su sentido práctico le llevó a considerar las habilidades y experiencias de Ebrard, más allá de las rencillas que hubieran podido tener en el pasado. Un año de trabajo entre ambos le dan la razón.
Lo cierto es que Ebrard ha convertido la necesidad en virtud. De todos los rivales que tuvo Sheinbaum él protagonizó la resistencia más enconada, pero hoy es, de todos ellos, el más cercano. A diferencia de Adán Augusto López, Ricardo Monreal o Fernández Noroña, quienes levantaron la mano de Sheinbaum desde el primer momento, pero luego han priorizado su propia agenda, Ebrard ha fusionado la suya con el proyecto del segundo piso de la 4T que impulsa Claudia. Marcelo entendió que su papel era hacerse lo más útil posible para la Presidenta y se ha entregado a ello con la capacidad profesional y la laboriosidad que le caracteriza.
Cualquier balance de lo que ha sido su año en la secretaría de Economía exigirá un texto completo, pero es evidente que ha sido clave en dos áreas absolutamente fundamentales para la jefa del Ejecutivo: la relación con Trump y la promoción de la inversión privada, particularmente extranjera.
Correrá aún mucha agua bajo este segundo piso como para especular sobre la sucesión presidencial de cara a 2030. Pero, aunque sea de reojo, no podemos ignorar que, frente a la experiencia primeriza de tantos miembros del gabinete y el desplome de los otros rivales de Sheinbaum, en cualquier escenario el experimentado político arrancaría en posición privilegiada. Las circunstancias habrán de decidirlo (y sobre todo las intenciones de la heredera del bastón de mando). Pero la mera posibilidad de aspirar a convertirse en delfín luego de haber sido la némesis de la mandataria habla de la habilidad de este singular político y funcionario profesional del estado mexicano.
En atención al título de esta columna habría que recordar las otras dos ocasiones en las que Marcelo Ebrard estuvo a punto de dejar atrás la función pública y encarar el exilio profesional. En el 2000, cuando con Manuel Camacho se desprendió del PRI e intentaron juntos formar sin éxito un nuevo partido; y en 2015 cuando Miguel Mancera, su sucesor en el gobierno de Ciudad de México, intentó llevarlo a la cárcel, presumiblemente a instancias del entonces presidente Enrique Peña Nieto. Ambas son historias que merecerían ser contadas en detalle. Por lo pronto, Marcelo Ebrard está haciendo su parte para que dentro de cuatro años su trayectoria deba ser, una vez más, examinada para efectos de otra carrera presidencial. Veremos.
