Cultura

Balón parado

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Diego Armando se eleva en un instante eterno y toca la bola con la mano. El árbitro pita gol creyendo que ha sido un remate de cabeza, mientras el mundo entero aplaude el engaño de una mano divina, un trampantojo que ahora en la era del VAR no cabría en la conciencia de las canchas. En un mismo instante, el Otro colegiado —Dios, el azar o la desgracia — ha pitado mano y saca la tarjeta amarilla para amonestar al ídolo que no supo levitar a la altura que prefiguraban sus remates de cabeza: se hundió en el fango de su propio mareo entre las rayas blancas que él mismo aspiró como área grande y chica, manchón de penalti. Ha tocado la bocha con la mano y no la mancha nadie en el juicio final donde se le ha de glorificar cada gambeta y todo dribling, cada rabona mítica y los chanfles con sus curvas imposibles, pero también se pondrán sobre el banquillo los excesos y desmanes, la vergüenza de los años finales convertido en una pantomima de sí mismo, retratado por el cineasta Sorrentino como el cetáceo en bikini que domina con sus mágicas aletas una diminuta pelotita de tenis.

Hace tiempo titulé Balón parado una seria crítica al atormentado sendero por donde Diego Armando Maradona intentó el milagro de curarse de sus adicciones, ya tatuándose la cara del Che Guevara en una lonja o besando la mejilla de Hugo Chávez; ya internándose en una clínica secreta o bien, amarrándose el estómago con una cinta elástica que su él mismo reventó con su glotonería y hace tiempo que parece mentira que lo vimos en vivo, sin polvearse la nariz en el Mundial de México 86 o con el uniforme del Barcelona o la remera del Napoli, o en Boca en el centro del Universo o de niño prodigio en Argentinos Juniors, recién salido de la chabola donde dominaba una pelota de trapo sin saber que habría de conquistar el mundo entero en el instante en que salta en un palmo del estadio Azteca y revindica simbólicamente a las islas Malvinas contra todo el imperialismo inglés o en el delicado instante en que le dona un scudetto a todos los oprimidos del Sur con una esférica que se refugia en la esquina superior de la retina donde hoy —inevitablemente— se filtra la mar salada de una lágrima donde navega ya para siempre la espuma de una leyenda.

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Jorge F. Hernández
  • Jorge F. Hernández
  • Escritor, académico e historiador, ganó el Premio Nacional de Cuento Efrén Hernández por Noche de ronda, y quedó finalista del Premio Alfaguara de Novela con La emperatriz de Lavapiés. Es autor también de Réquiem para un ángel, Un montón de piedras, Un bosque flotante y Cochabamba. Publica los jueves cada 15 días su columna Agua de azar.
Queda prohibida la reproducción total o parcial del contenido de esta página, mismo que es propiedad de MILENIO DIARIO, S.A. DE C.V.; su reproducción no autorizada constituye una infracción y un delito de conformidad con las leyes aplicables.
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