Se abre el telón y el escenario de México se asoma entre humos de copal y niebla ácida. Las tablas del proscenio están no sólo manchadas de sangre, sino en algunos puntos específicos de la escena hay charcos rojos que se mezclan con hilitos de gasolina y coágulos de espeso petróleo. El inmenso biombo del fondo muestra miles de zapatos amontonados como cerros al atardecer, la Luna es el Sol y en vez de nubes han pintado caritas esfumadas de ancianas abandonadas y niños angustiados, trenzas de huérfanas y ojos sin pestañas. El coro de esclavos entra por la izquierda, puño en alto. Se dirigen a un templete donde militares hieráticos van perdiendo una por una las medallas que llevaban en el pecho. En otra tarima hay un grupo de cerdos con diamantes en las fauces, las pezuñas pintadas de oro puro. Poco a poco la escena se va poblando con una inmensa masa de advenedizos e incautos, distraídos y desidiosos y en un alarde fantástico de marquetería escenográfica las duelas de madera se extienden hacia las butacas. Todos —absolutamente todos— quedamos entonces involucrados en la obra en curso sin guion, libreta, parlamentos o dirección escénica: todo pasa por intuición o corazonada, bajo un velo enredado de música desafinada.
Por allá, una diva se ofende porque le cuestionan sus pieles y aquí al lado hay un empoderado afanoso que farda sus influencias; una parvada de parvularios intenta memorizar un himno y el entrañable rebaño de cientos de burócratas desorientados berrean desde sus butacas un lamento existencial. No pocos participantes parecen buscar en los palcos de la penumbra o en los frescos de la cúpula la constelación de la cultura: una novela que intente desenredar el desmadre, un poema cuyos versos ataquen la infamia instalada… un cuadro cubista de culeros al Infierno o la escultura intemporal que podría quedar como monumento para el futuro, cuando todo esto se termine de ir al carajo. El teatrito se tambalea telúricamente en honor de terremotos pasados, las alarmas de incendio han desatado como lluvia las regaderas y millones de actrices, actores, adláteres y figurinistas elevamos una silente desolación dramática porque parece que aquí ya no hay verso que nos salve, pincel que nos pinte ni trama que novele la crónica de tanto ensayo fallido y puro cuento.
