
Todas las mujeres de Chipre tenían que ir a la ciudad de Pafos, cuando menos una vez en la vida, a cumplir con el sacrificio de tener sexo con un hombre, no con su novio o con su marido, ni siquiera con el que más les gustara: tenían que entregarse, de manera aleatoria, a un desconocido.
Estas jornadas sacrificiales tenían lugar en el palacio del rey Cíniras; las habitaciones se llenaban de parejas efímeras que cumplían con el sacrificio, impuesto por la diosa Afrodita, de tener sexo, de lo contrario la isla de Chipre se arruinaría, esa era la amenaza.
Se trataba, es verdad, de un sacrificio salvífico menos sangriento que aquel de sacarle el corazón a un semejante para que al día siguiente salga el sol.
Ir al palacio a tener sexo expiatorio y patriótico, vaya ganga para los hombres, dirán ustedes. Pero resulta que el castigo que impuso la diosa a los habitantes de la isla es un clásico de la sublime crueldad, de la maldad exquisita que abunda en la mitología griega. Por ejemplo, para castigar a la vidente Casandra, Apolo no le quita ese don, se lo deja pero con el añadido de que nadie le crea cuando, desesperada hasta la locura, comunica una visión que ha tenido, sea una plaga o la extinción del reino.
Afrodita no sólo propicia el deseo y el enamoramiento, también gestiona la energía sexual con la intención de castigar; en los dos extremos de su imperio la diosa del amor es igualmente implacable. A los chipriotas les impone el sexo a fuerza, un castigo que, visto superficialmente, parece un chiste, pero en las habitaciones del palacio de Cíniras había más sufrimiento que gozo, pues no hay castigo más desalmado que hacer sufrir con eso mismo que hace gozar.
Las mujeres de Chipre acudían una vez en la vida a tener sexo a fuerza en el palacio, no era una violación sino un mandato divino que también, naturalmente, afectaba a los hombres. Había mujeres que cumplían con la diosa y se iban a la mañana siguiente; pero había otras que se quedaban ahí semanas o meses, esperando un hombre que quisiera sacrificarse con ellas, y dicen que hasta hubo una que se quedó ahí doce años.