Trump nos sorprende cada día con un despropósito que puede venir en forma de decreto, de tuitazo o de declaración en un micrófono. Por ejemplo la semana pasada, por su morbosa y fascinante cuenta de Twitter, insultó gravemente a los jueces del país que gobierna y le hizo un escalofriante bullying a los almacenes Nordstrom, por retirar de sus exhibidores las prendas que diseña Ivanka, su hija. Prendas, dicho sea de paso, fabricadas en China, en maquiladoras extranjeras, cosa que se contrapone con el discurso de su padre que obliga a los empresarios gringos, en fastuosos desayunos presidenciales o a tuitazo limpio, a producir solo en Estados Unidos.
En fin, no vamos a pasar revista aquí a sus despropósitos, pero si a preguntarnos ¿por qué Trump se comporta así?, ¿por qué hace lo que hace?; la respuesta es muy sencilla: porque puede, porque es un hombre de negocios acostumbrado, para eso tiene dinero, a que se cumpla a rajatabla cualquier ocurrencia que le venga a la cabeza, y si la ocurrencia no funciona, como suele pasarle a los dueños del negocio, llegan los empleados a matizar el desastre, a decirle al jefe que no se preocupe porque saben que si se preocupa, y se enfada, los corre a todos, pues tiene dinero suficiente para conseguirse otros empleados, quizá mejores que los anteriores.
Trump seguirá diciendo, firmando y tuiteando despropósitos durante todo su periodo presidencial, que bien podrían ser dos, porque como empiecen a salirle bien las cosas, como empiece a repuntar la economía, a aumentar los puestos de trabajo y a disminuir el índice de pobreza, tendremos Trump para rato, con el añadido de unos cuantos gobiernos de extrema derecha en Europa. Lo peor de Trump no es que esté ahí, sino la posibilidad de que le salgan bien las cosas y que su ejemplo cunda en los países de occidente.
Trump se comporta así porque puede permitírselo, y porque hay una enorme masa de votantes que lo apoya, que ve en esos despropósitos las maniobras de un verdadero hombre de Estado. Además hay que añadir que Trump encarna tres de las grandes aspiraciones populares del siglo XXI: es muy rico, es muy famoso y es muy poderoso. Y también es muy rubio, me atrevo a añadir, y además es bravucón, provocador, un machito como John Wayne o Clint Eastwood que tienen muchos fans, y demasiados imitadores. Y ante estos atributos tan vistosos, ¿qué más da que sea misógino y racista?
Veamos el ascenso de Donald Trump, es un empresario de bienes raíces, convertido en estrella de televisión y reconvertido en presidente de Estados Unidos. Ese país ya fue gobernado antes por Ronald Reagan, un John Wayne venido a menos reconvertido en político, y también está, en una escala menor, el caso de Schwarzenegger, y en otra tesitura, el de Silvio Berlusconi, el magnate que gobernó Italia hasta que la policía tuvo que ir a sacarlo de su oficina.
Pero el caso de Trump es distinto, porque ha llegado a instalarse en la Casa Blanca con los usos, las costumbres y toda la parafernalia de la empresa privada; el presidente ya no es un servidor público, no está ahí para velar por el bienestar de los ciudadanos de su país, es un empresario que gestiona recursos e instituciones como si el Estado fuera su empresa particular. Al final Trump no es el problema, es otro más de los síntomas de que el sistema democrático, no solo el de Estados Unidos, necesita un ajuste.
Que Trump sea presidente es la demostración de que, en el mundo del capitalismo salvaje, el dinero puede comprar cualquier cosa, incluso la presidencia del país. ¿Que todos los presidentes de Estados Unidos han llegado ahí a fuerza de dinero?, sin duda, pero como llegaron ahí con el dinero de los demás, y eran, más que nada, políticos, han aceptado tradicionalmente el corsé presidencial y se han ajustado, mal que bien, a las reglas y a los protocolos. Pero lo de Trump es un caso distinto porque él mismo pagó lo que cuesta llegar a ser presidente y, de momento, el despacho oval es tan suyo como la torre Trump, y su gabinete es su plantilla de empleados, porque este negocio su buen dinero le ha costado.
“Los Estados Unidos nacieron de la modernidad y ahora, para sobrevivir, deben enfrentarse a los desastres de la modernidad”, escribió Octavio Paz en uno de los ensayos de su libro Tiempo nublado (1983). El hecho de que un millonario reconvertido en estrella de televisión, gobierne Estados Unidos, representa una de las cimas de la modernidad, y seguramente el más grande de sus desastres y Trump, desde esta perspectiva, es la trinidad ultramoderna: el showman, el millonario y el presidente, en una sola persona.