
Cuenta Plutarco que Alejandro Magno dormía siempre con un ejemplar de la Ilíada y un puñal bajo la almohada. Trasladaba las escenas bélicas de Homero a sus propias batallas pero, a la hora de realizarlas, echaba mano del puñal.
El ejemplar de la Ilíada sobre el que Alejandro apoyaba cada noche la cabeza estaba corregido por Aristóteles, su maestro, que además de educarlo escribió para él un tratado de título Sobre la monarquía, que influyó grandemente en el destino de aquel hombre que terminaría conquistando medio mundo, y dejando escenas asombrosas que luego le copiarían otros héroes: “por un azar divino el mar se había retirado ante la presencia de Alejandro”.
La parte intelectual de Alejandro Magno estaba contrapesada por su parte salvaje, por el puñal sobre el que también dormía.
Cuando murió Hefestión, Alejandro, en señal de duelo, mando cortar las crines de todos los caballos de su ejército, crucificó al médico que no había podido salvar a su amigo y luego ofreció un sacrificio en honor del muerto: “salió a cazar hombres, acosándolos como perros, y sometió al pueblo de los coseos, degollando a todos sus jóvenes”, nos cuenta Plutarco.
Alejandro Magno oscilaba entre el puñal y el libro, y era capaz de desviarse de su ruta bélica o de posponer un combate para conversar con un filósofo. A Diógenes le preguntó si podía hacer algo por él; “una cosa bien pequeña, dijo el filósofo, “apártate un poco, que me estás quitando el sol”. Alejandro, rey todopoderoso, se apartó y le dijo: “pues yo, de no ser Alejandro, de buen grado me gustaría ser Diógenes”. En otra ocasión, “borracho después de la cena”, llenó de coronas la estatua del poeta Teodecto, que había sido amigo de su maestro Aristóteles, y en Egipto fue a escuchar una disertación del filósofo Psammo.
Cuando derrotó a Darío, rey de los persas, se quedó con su mayor tesoro, una cajita exquisitamente ornamentada que utilizó para guardar durante el día su ejemplar de la Ilíada, en esas mismas horas en las que traía el puñal preparado, por si había que degollar a alguien.
Jordi Soler