
Nada está completo sin la alegría, por eso andamos siempre en su búsqueda y persecución. Es muy duro empezar una jornada que no promete ninguna alegría, ningún aliciente contra la fatiga cotidiana. Necesitamos que la alegría exista como posibilidad, sentir que puede nacer de un momento a otro, creerla al alcance. Beethoven lo sabía porque sufrió una infancia triste. Cuando cumplió cuatro años, su padre, que quería convertirle en un niño prodigio como Mozart, empezó a enseñarle violín y clave, sin permitirle apenas hacer otra cosa. La disciplina era férrea, a veces tenía que mantenerse despierto toda la noche al piano, llorando. Durante años le faltó descanso, estuvo mal alimentado, no disfrutó de tiempo libre y recibió un trato muy severo. Surgió de aquellos recuerdos el proyecto de ponerle música a la “Oda a la alegría” del poeta Schiller. Beethoven imaginó un gran coro que cantaba: “Alegría, donde repose tu suave ala todos los hombres serán hermanos”. Con el tiempo, acabaría formando parte de su Novena y última sinfonía. Cuando el público lo escuchó por primera vez, estalló en júbilo.
En 1985, la Unión Europea adoptó este himno, creado por dos alemanes, como uno de sus símbolos, argumentando que celebraba los valores compartidos. Ante las angustias económicas que vivimos hoy y la fractura creciente entre el norte y el sur, nos preguntamos qué ha sido de esa Europa de la alegría a la cual queríamos pertenecer. “Destruyamos nuestro libro de agravios”, escribió Schiller en su Oda, soñando un continente con los medios y sin los miedos para hacerlo realidad.