
Una mirada es el movimiento más sigiloso y más lleno de significados del que es capaz nuestro cuerpo. Frente a frente con un desconocido, observamos con disimulo sus manos, el pelo, la frente, la ropa, pero evitamos sus ojos por la fuerza que tiene el encuentro de dos miradas. Stendhal recomendaba a los enamorados usar los ojos en los primeros avances de la seducción, porque la mirada todo lo dice pero, a diferencia de las palabras, no se puede citar. Los antiguos creían que por la mirada se accede al alma y para no dejarla huir por los ojos de los muertos, los cerraban con dos monedas destinadas a pagar al barquero que según sus creencias conducía los espíritus hasta el más allá. A través de la mirada vuelan los pensamientos, por eso el Cantar de los Cantares compara los ojos con pájaros: “Son sus ojos como palomas a las orillas del agua, bañadas en leche, posadas en la ribera”.
Nuestros ojos son nuestros ejes. Cuando oímos un ruido que nos intriga, dirigimos la mirada a la fuente del sonido. Voraces, los ojos buscan todos los estímulos para apoderarse de ellos. Las palabras que empleamos para nombrarlos nos hablan de su poder cautivador. “Retina” emparenta con “red”. Y la niña de los ojos, la “pupila”, procede de un término latino que significaba “muñequita” (de donde viene también el francés “poupée”) y remite a la pequeña figura de nosotros mismos que vemos reflejada en los ojos ajenos. Quien mira ahí, ve su imagen atrapada en un cristal luminoso y coloreado, en una vidriera viva. Si nos acercamos a los ojos de otro, nos veremos asomados al balcón de su mirada.