
Amedida que nuestra cultura, nuestro lenguaje y nuestra forma de vida se vuelven más mestizos, la fantasía del país amurallado gana adeptos. Algunas naciones recaen en el sueño del territorio cerrado a cal y canto, de la fortaleza, el foso y el puente levadizo donde parapetarnos y elegir a quién permitimos entrar.
Cuenta una leyenda griega que en la rica isla de Creta había un feroz guardián de las costas. Era un autómata de bronce dotado de una capacidad infatigable de vigilancia. El rey Minos le había ordenado impedir la entrada de extranjeros a sus prósperos dominios. Cada día, el autómata armado patrullaba en busca de los viajeros clandestinos que intentaban desembarcar sin permiso del monarca. Después de darles caza, se calentaba al rojo vivo, oprimía a los desgraciados entre sus brazos y los quemaba. El cuerpo del autómata era invulnerable, a excepción de una pequeña vena cerrada por una clavija, el único componente humano en su estructura metálica. La hechicera Medea, compañera del héroe Jasón, paralizó al gigante de bronce con sus conjuros, arrancó el clavo que protegía su única vena y lo dejó desangrarse. El mito demuestra que cerrar las fronteras es una fantasía reincidente de los territorios ricos. Y nos advierte que, si no franqueamos el paso, alguien forzará los cerrojos por medios oscuros: en la leyenda la maga, hoy las mafias.