
La mecánica del poder esconde inquietantes efectos secundarios. La historiadora y Premio Pulitzer Barbara Tuchman escribió que la personalidad de los líderes propende a la vanidad y a veces degenera en narcisismo patológico. En su opinión, el mando produce ceguera, impidiendo pensar con mesura y razón. Intoxicados por las loas de los aduladores, los gobernantes corren el riesgo de caer en la obstinación y negarse a cambiar de rumbo. Y en ocasiones, jaleados por sus colaboradores incondicionales, se enrocan en su torreón o se lanzan a galopar hacia un imposible.
El emperador Calígula era conocido por despreciar los consejos que iban contra sus deseos. Su amigo más influyente, en quien depositó toda su confianza, era un caballo de raza hispana llamado Incitatus, en latín ‘Impetuoso’. El animal llevaba collares de perlas y dormía abrigado con mantas de púrpura, símbolo del poder. Calígula le regaló una villa con jardines y un grupo de esclavos a su exclusivo servicio. En un gesto de sarcástico desprecio hacia las instituciones, decidió nombrarlo cónsul, la máxima magistratura romana, pero murió antes de realizar la polémica investidura. Desde entonces Calígula, que eligió a un asesor capaz solo de relinchar, es el símbolo de la arrogancia de los gobernantes. Cuando el poder pierde los estribos, lo épico termina por resultar patético.