En una secundaria de Ecatepec, una profesora muestra cómo usar una herramienta de inteligencia artificial para escribir textos. Les enseña a pedir resúmenes, organizar ideas, hasta redactar discursos. Los alumnos están fascinados. En menos de una hora aprenden a hacer en segundos lo que antes tomaba tardes.
Al final, un estudiante le pregunta si puede usarlo para responder tareas de Historia. La maestra duda. “Sí —dice— pero revísalo bien, porque a veces inventa cosas.”
La clase aprendió a usar una herramienta. Pero no a desconfiar de ella. Eso, en el fondo, es la diferencia entre alfabetización digital y alfabetización crítica. La primera te enseña a encender el motor. La segunda, a no estrellarte.
Durante años, los gobiernos han hablado de cerrar la “brecha digital”. Pero lo que más abunda hoy no es gente sin acceso, sino gente con acceso sin criterio.
Usuarios que dominan plataformas, pero no identifican cuándo una imagen fue manipulada. Que llenan formularios online, pero no saben qué datos están entregando. Que escriben con IA, pero no distinguen verdad de probabilidad.
Alfabetizar no es capacitar. Es construir defensa cognitiva.
La inteligencia artificial no nos exige saber programar. Nos exige saber distinguir. ¿Qué es real? ¿Qué está sesgado? ¿Quién diseñó esta interfaz para que yo haga clic aquí y no allá?
Lo que está en juego no es una habilidad técnica. Es una forma de conciencia. En Finlandia, la alfabetización mediática se enseña desde primaria: los niños aprenden desde los seis años a identificar fuentes dudosas y a desconfiar con criterio. En Uruguay, el programa Ceibal no solo entrega computadoras: las integra al aula con contenidos que enseñan a leer lo digital de forma crítica.
En México, en cambio, aún hablamos de “inclusión digital” como si bastara con tener conexión. Como si abrir una ventana bastara para entender el paisaje.
Pero mirar no basta. En el siglo XXI, mirar sin saber desconfiar es quedar a merced del que sí sabe manipular.
No es un riesgo abstracto: es electoral, educativo, económico. Es que una maestra dé por válido un texto falso. Es que un votante crea un video alterado. Es que un trabajador acepte una cláusula abusiva que no leyó.
La tecnología se vuelve más sofisticada cada mes. Lo que no cambia tan rápido es nuestra capacidad para entender sus implicaciones.
Por eso, hay que responder una pregunta incómoda:
¿Estamos enseñando a usar tecnología… o solo a obedecerla?
Porque alfabetizar sin criterio es enseñar a caminar directo hacia el abismo.
Y mientras más veloz sea la herramienta, más rápida será la caída.