La legitimidad en las urnas le permite al presidente López Obrador hacer lo que ninguno de sus predecesores; entre otras cosas, divertirse y marcar la agenda diaria.
Vicente Fox pudo trascender como líder de la primera alternancia, pero se conformó con ese título y optó por navegar entre la nadería y la frivolidad.
AMLO recorre el país casi a diario. Esa situación le permite mantener el contacto con las comunidades y los pies sobre la tierra. Ocupar la presidencia significaba estar por encima del común de los mortales.
La presidencia imperial desapareció hace apenas un año con la clausura de Los Pinos como residencia oficial, la desaparición del Estado Mayor y la cancelación de toda la parafernalia y la ritualidad propias de una monarquía, no de una república federal.
Estos cambios los aplauden montescos y capuletos. AMLO ha vuelto a poner de moda el Boeing 787 Dreamliner («sueño de forro» en traducción libre) que «ni Obama» tenía.
Desde Plutarco Elías Calles, los presidentes empezaron a trasladarse por avión.
En el sexenio de Luis Echeverría, el gobierno arrendaba un jet, pero en cada viaje internacional las líneas comerciales temblaban, pues el presidente utilizaba tantos aviones como fueran necesarios para transportar a sus numerosas comitivas. López Portillo dio ejemplo de cómo «administrar la abundancia»: compró dos Boeing 727-100, bautizados como Quetzalcóatl I y II.
De la Madrid quiso dejarle a Salinas, además de la silla del águila, un Boeing 757, pero la presión lo obligó a regresarlo.
Después de una conveniente falla del Quetzalcóatl I, el avión se recompró en 43 millones de dólares (76 mil millones de pesos al tipo de cambio de la época; más tarde, Salinas le restaría tres ceros a la moneda).
Desde entonces se estableció que, cada determinado tiempo, el presidente saliente adquiriera una nueva aeronave para ahorrarle a su sucesor el costo político.
La compra del Boeing 787, al final del sexenio de Calderón, se hizo bajo ese criterio.
Una aberración, no solo por el precio: 160 millones de dólares (tres mil millones de pesos), sino también por la majestuosidad del avión y lo insignificante del usuario: Peña Nieto.
La ocurrencia de rifar el Dreamliner le causa risa a AMLO y distrae a la población.
No está mal que el presidente se divierta, pero que también gobierne.