La razón del envejecer y del morir no
es física, sino metafísica.
Arthur Schopenhauer
El príncipe siciliano Fabrizio de Salina, el imponente Gatopardo, se siente viejo aquella tarde cuando ve entrar a Angélica Sedara por primera vez al salón del palacio de Donnafugata, donde será presentada a la familia como prometida de Tancredi, el tan querido sobrino criado por él.
La aparición de la hermosa joven, que deslumbra a los hombres, sorprende a las mujeres, asombra al cura y cautiva al príncipe —ese personaje arquetípico, alter ego que el autor de El Gatopardo, Giusseppe Tomasi, príncipe de Lampedusa, alcanzaría en la novela—, introduce al regio salón la promesa de la juventud y también, en un juego de conmovedores y no enunciados contrastes, el cierzo de la vejez.
Angélica cruza el salón hasta donde está la princesa, sin preocuparse por el príncipe que va hacia ella ni por Tancredi, que como entre sueños le sonríe. Su magnífica grupa, narra Lampedusa, dibuja una leve reverencia. “Los Salina se quedaron sin aliento”, ha escrito antes. Y la estrategia de la supresión en la novela alude al asunto como si fuera una alegoría: entonces el príncipe comienza a envejecer.
Tiempo después recibirá en su despacho a Chevalley, un enviado del continente para invitarlo a formar parte como representante de Sicilia del Senado garibaldino que refundará Italia. El príncipe Salina sugiere como candidato al cargo a su propio administrador, Calogero Sedara, padre de Angélica, enriquecido con los bienes del príncipe, signo de aquel reemplazo de la vieja aristocracia feudal que la emergente burguesía comenzaba a realizar.
“Por si fuera poco, como usted no ha podido dejar de darse cuenta, no tengo ilusiones”. Calogero Sedara es lo bastante listo para saber creárselas cuando sea necesario, argumenta el príncipe, y rechaza el ofrecimiento. No rechazará, en cambio, el dulce y perturbador aroma de Angélica en el baile posterior, cuando corra a abrazarlo y le diga al oído, preparada por Tancredi: “¡Tiazo!”
Horas después, Angélica y Tancredi lo encuentran sentado a solas en un salón —como cortejando a la muerte, comentarán los jóvenes con ligereza—. Y a continuación, bailando no la mazurca que la joven le había pedido sino el vals que él propusiera, vuelve a aspirar el perfume Bouquet á la Maréchal que el escote de Angélica despide, un aroma de piel nueva y tersa que lo lleva a recordar la frase de Tumeo, compañero de cacería: “Sus sábanas deben tener el olor del paraíso”.
A cada vuelta que da, el príncipe se quita de encima un año hasta que se siente como si tuviese veinte, cuando en aquella misma sala bailaba con Stella, su mujer. Los años volverán a asaltarlo cuando la música cese, el hechizo termine y los bailarines se separen: el viejo y la joven. La novel pareja lo invita a cenar en su mesa y el aristócrata se excusa, su invierno le parece un grosero contraste ante la primavera de ellos.
“Hacía decenios que sentía cómo el fluido vital, la facultad de existir, la vida en suma, y acaso también la voluntad de continuar viviendo, iban saliendo de él lenta pero continuamente, como los granitos se amontonan y desfilan uno tras otro, sin prisa pero sin detenerse ante el estrecho orificio de un reloj de arena”, —consignará este autor de dos grandes libros canónicos que nunca verá publicados.
La última escena se inicia y el príncipe comienza a morir. Intenta calcular cuántos años, en sus setenta y tres, realmente ha vivido: concluye que dos, no más de tres. Los dolores y los fastidios habrían durado setenta años. Yaciendo en el lecho de muerte advierte que su mano no estrecha ya la de Tancredi a su lado, y siente brotar de él un impetuoso océano. Sufre un síncope, alguien le toma el pulso y por la ventana lo ciega el “despiadado reflejo” del mar. A su alrededor están los suyos con expresión de terror y él los reconoce apenas.
“De pronto —escribe Lampedusa— en el grupo se abrió paso una joven. Esbelta, con un traje pardo de viaje y amplia tournure, con un velo moteado que no lograba esconder la maliciosa gracia de su rostro. (…) Era ella, la criatura deseada siempre, que acudía a llevárselo”.
Al llegar a su lecho levantó el velo de su rostro y al príncipe le pareció más hermosa de como jamás la había imaginado. La última línea dirá: “El fragor del mar se acalló del todo”.
La vejez representa el triunfo de la conclusión. Y la muerte revela un destino que invierte el inicio pues ahí lo termina. Todas las muertes literarias coinciden en la fatalidad y pueden ser trágicas, dramáticas, escuetas, súbitas, complejas. Sabias o ignorantes. Nunca simples: encarnan metamorfosis.
La literatura es la suma de envejecimientos y muertes que desde sus comienzos ha contado, porque todo autor hace marchitarse y morir a sus personajes con los ojos abiertos. Los de él siempre, los de ellos a veces.