Después de Australia (2008) y El gran Gatsby (2013), Baz Luhrmann, quien ya había explorado la rebeldía a través del baile en El amor está en el aire (1992), recupera brío y vuelve al tono bombástico y de parafernalia pura de Moulin Rouge (2001) en su aproximación a Elvis (Australia-EU, 2022), apostando más por el espectáculo y el vértigo que por la profundización en el retrato de sus personajes, decisión que puede cuestionarse pero que termina por ser consecuente con todo el tono y la propuesta visual del filme que, como un buen show de su sujeto biografiado, mantiene un vibrante ritmo a lo largo de sus 159 minutos, sin desacelerar el paso y con un frenesí que acaba siendo un lujoso y muy disfrutable paseo de feria, más que una revisión cultural del personaje en cuestión.
Entre notables recreaciones de los conciertos y ciertos apuntes tras bambalinas que incluyen sus orígenes sociofamiliares, el camino a la fama musical, su fallido recorrido por el mundo del cine y su hundimiento artístico y emocional en Las Vegas, reducido a un entretenedor
de lujo en lugar de desplegar su talento por el mundo, aunque eso sí, generando ganancias por todos lados, vamos siendo testigos de la manera en la que la negritud fue siendo deslavada en aras de satisfacer requerimientos de productores televisivos, quienes buscaban convertirlo de su tendencia a ser un héroe contracultural de larga presencia (en cierto sentido lo fue), a un personaje con suéter navideño acomodado a las expectativas de ciertos grupos sociales, para después pasar a las lentejuelas.
El mayor logro de la cinta es, en efecto, la forma en la que plantea el desarrollo de las bases musicales negras que influyeron y distinguieron profundamente el sello de Presley (1935-1977) en su recorrido de Tupelo a Memphis, vibrando con el góspel, el blues y el R&B (aquí Chaydon Jay como el joven Elvis) para entroncar con el naciente rock’n’roll y confirmando que en realidad el flacucho de traje rosa era un chico negro atrapado en el cuerpo de un blanco. Figuran Big Mama Thornton (Shonka Dukureh) como referente ineludible –ahí está La madre del Blues (Wolfe, 2020)-, así como un fraterno B. B. King (Kelvin Harrison jr.), un admirado Little Richard (Alton Mason) en plan andrógino y otros músicos como Athur Cudrup (Gary Clark Jr.), el blusero tras bambalinas; Sister Rosetta Tharpe (Yola), tocando la guitarra en la iglesia y, de paso, Fats Domino, el verdadero rey del rock a decir del conocido como rey del rock.
En estos años grabó sus mejores discos, los que se produjeron de mediados de los 50 ́s a principios de los 60’’s., como se puntualiza en la manera en la que la esposa del productor Sam Phillips convenció a su marido (Josh Mc- Conville) para grabar That’s Allright; así, el soundtrack del filme tiene el tino, además de las versiones de los clásicos presleianos, de colar una muestra de sonidos contemporáneos (Doja Cat, Diplo/Swae Lee, Jazmine Sullivan, Kace Musgraves, Cee Lo Green), para evidenciar la vigencia de las múltiples influencias no solo desde la lógica cultural, sino puramente musical. Las canciones suenan con variedad de mezclas brindando en algunos casos un toque de actualidad rítmica, además de que se combinan las voces de Presley y Butler en las que interpreta al final de su carrera.
La estructura del guion sigue el característico recorrido que parte del proceso de aprendizaje y asimilación de influencias, para continuar con el surgimiento a partir de 1955, la consolidación, el estrellato absoluto y, desde la cima, el descenso inevitable y, al final, la caída definitiva. Claro que aparece con persistencia la manera en la que el showbiz devora a sus criaturas y las mantiene vivas hasta el último boleto vendido, así como el proceso de búsqueda artística que se enfrenta a la lógica del negocio, sobre todo cuando en una época en la que el monopolio de la distribución y la posibilidad de darse a conocer estaba muy controlada por los corporativos disqueros, televisivos o fílmicos.
En buena medida, el relato transcurre a partir de la relación de codependencia entre el cantante, interpretado con intensidad y apropiación por Austin Butler, y el misterioso y taimado Coronel Tom Parker, encarnado por su tocayo Tom Hanks que se sumerge en el maquillaje y se mete en la rotunda humanidad, excesivamente narizón, de este circense promotor, descubridor y explotador de Presley, con gran olfato para el negocio a costa de lo que fuera e innovador en la difusión de conciertos, tal como se captura en Elvis: Aloha From Hawaii (pasetta, 1973), primero con retransmisión por satélite a todo el mundo.
No resulta convincente, sin embargo, el hecho de que Parker, a quien básicamente le interesaba el negocio –la música y la política no estaban en el centro de su atención-, insistiera en que su muchacho dejara de mover la distintiva pelvis, sobre todo porque finalmente formaba parte del discurso transgresor de las costumbres y por ende atractiva de los shows, que contrastaba cuando compartía escenario con el country edulcorado de Hank Snow (David Wenham): al prohibirlo, le quitaba potencial taquillero a su espectáculo, si bien las presiones moralinas, sobre todo de los sectores más conservadores con poder en la política y los medios, estaban a la orden del día.
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@cuevasdelagarza