Una de las principales causas que han dañado a la iglesia católica es la conducta criminal de algunos sacerdotes, alejados de su ministerio y aprovechando su posición de poder para beneficio personal: la pederastia como ejemplo más visible pero también las asociaciones oscuras con grupos de poder político y económico, el enriquecimiento material en detrimento de cualquier voto de pobreza o la premeditada omisión frente a la injusticia. El cine ha retomado casos concretos muy sonados como se observa en Por la gracia de Dios (Ozon, 2018) y En primera plana (McCatrhy, 2015), además de Examen de conciencia (Solé, Mauri y Hernández, 2019), documental sobre la iglesia en España y Obediencia perfecta (2014, Urquiza), acerca del líder de los Legionarios de Cristo, entre muchos otros.
Un duro retrato de este conjunto de situaciones desde una perspectiva intimista se puede advertir en la implacablemente crítica El Club (Chile, 2015), donde se presenta una casa en un pueblo marítimo en la que viven cuatro sacerdotes apartados de cualquier actividad eclesial y una hermana con historia propia que los atiende y organiza. Justo ahí se ubica uno de los grandes problemas estructurales de la iglesia: en lugar de entregar a la justicia civil a los curas delincuentes, en muchos casos ha optado por la simulación, el ocultamiento y la separación de sus funciones, como si de esa forma se pudiera terminar con este cáncer que tantas víctimas ha cobrado y que infecta la credibilidad de la institución.
Conviviendo en ese hogar con muchas libertades y una rutina bastante cómoda, los sacerdotes y la mujer desarrollan actividades varias como la atención a un galgo que participa en las carreras locales, el cuidado de un huerto, paseos por la playa, momentos de lectura, canto y oración: se supone que están ahí para arrepentirse de sus pecados que incluyen la ruptura del voto de castidad y abuso de menores, el robo de niños para dárselos a familias que los quisieran y pudieran mantener y la complicidad con fuerzas militares, más los que han quedado convenientemente en el olvido.
La apacible y controlada cotidianidad se rompe cuando llega otro sacerdote (José Soza) y, acto seguido, aparece un hombre afuera de la casa, visiblemente afectado y llamado Sandokan como el famoso pirata (Roberto Farías, extraviado), que empieza a gritarle acerca de cómo abusó sexualmente de él y solicitando que le abran la puerta para ofrecerse a todos los demás, si así lo desean. Un suicidio atrae a un enviado de la jerarquía eclesial (Marcelo Alonso) para indagar qué sucedió y el pasado de cada uno de los sacerdotes, así como cuáles son las condiciones en las que viven en la casa de retiro, con la mira de poner orden y eventualmente cerrarla.
La dirección de Pablo Larraín, quien gusta de entrar a contextos marcados por el patetismo (Tony Manero, 2008; Post-Mortem, 2010) consigue crear una atmósfera apesadumbrada y opaca, de constante evasión, rabia contenida y por completo nebulosa, con esas tomas abiertas en la playa o en los espacios abiertos que contrastan con las que capturan al grupo de curas en espacios estrechos, comiendo, bebiendo o cantando, por momentos con perspectivas frontales que los colocan cara a cara ante el espectador, mientras se asumen como personas que se han sacrificado, más que como victimarios.
Resulta desesperante la manera en la que al momento de ser entrevistados, los sacerdotes niegan, evaden o se justifican sin mostrar visos de arrepentimiento o contrición, sino más bien un victimismo que se refuerza con la idea de la incomprensión de los demás hacia sus actos: en enfáticos y continuos primeros planos, vemos a los distintos prelados en retiro mentir abiertamente, fingir demencia o buscar argumentos siempre retóricos para escaparse del interrogatorio, construido con planos y contraplanos en tonos azulosos y grisáceos, como enfatizando la dificultad para llegar a la verdad y, sobre todo, a la aceptación de la culpa.
El tono enrarecido y por momentos asfixiante del filme, premeditadamente anacrónico en su propuesta visual y bien acompañado por la música de Carlos Cabezas, se alimenta también de actuaciones convincentes, cortesía de un reparto encabezado por el gran Alfredo Castro, lleno de matices en su auto referida represión sexual pero aún maquinando planes con algunos surfistas de ocasión, y complementado por Antonia Zegers como la madre cuidadora/cómplice; Alejandro Sieveking, postrado y refugiado en su amnesia; Jaime Vadell, entrampado con crímenes de estado y Francisco Reyes en la auto convicción y queja permanente. Un quinteto de personajes en busca de algún chivo expiatorio para mantener su estatus de aparente retiro y vida falsamente monacal, dispuestos a manipular las circunstancias y negociar si se requiere, de tal manera que todo cambie para seguir igual: la justicia puede esperar mientras los arreglos continúen funcionando y los delitos se mantengan alejados del escrutinio público. Todo sea con tal de no afectar la imagen de la iglesia católica. Disponible en Netflix. _
Fernando Cuevas
cinematices.wordpress.com
@cuevasdelagarza