Cultura

López Páez: el arte de insinuar

LUIS M. MORALES
LUIS M. MORALES

A finales del año pasado, el Inbal y la UNAM celebraron el centenario de Jorge López Páez, un prolífico autor de cuentos y novelas cortas, con una rara sensibilidad para atesorar y transmitir los sueños, los descubrimientos y los terrores de la niñez. Pionero de nuestra literatura gay, a la que aportó una fina malicia en la observación del teatro social pequeñoburgués, López Páez concebía la ficción como un campo nudista,

donde la tarea del narrador consiste en develar los estragos que provoca el culto a la normalidad, empezando por el más dañino y grotesco: la fabricación de personalidades postizas. En un mundo asfixiado por la moral de las apariencias, su imaginación logró preservar un reducto de sinceridad absoluta.

La infancia es la única edad inmune a la hipocresía y tal vez por eso López Páez la rescató del olvido con el fervor de un memorialista proustiano. La intensa nostalgia de El solitario Atlántico, una de las mejores evocaciones de la niñez que nos dejó la literatura mexicana del siglo XX, refleja el anhelo de seguir habitando ese país encantado. Narrada por un niño curioso, ávido de afecto y compañía, que hace buenas migas con las mujeres y teme la soledad por encima de todo, esta novela sobre la pérdida de la inocencia es una especie de partitura íntima donde las resonancias subliminales determinan los sutiles vuelcos de la trama. Su principal encanto reside en la rica gama de emociones que el niño experimenta al percibir el poder avasallador de la naturaleza, no sólo en el paisaje campirano que lo rodea, sino en las pasiones de los adultos, intuidas o presentidas casi en el momento de su gestación.

En una de las mejores escenas de la novela, la cabalgata en medio de un naranjal en flor, el protagonista describe la exuberancia del huerto con una mezcla de fascinación y miedo.  Esa intimidatoria explosión de vida no sólo prefigura el adulterio de su padre con la viuda Estela Hernán, sino la rabia de Rodolfo, su hermano mayor, enamorado también de la voluptuosa amazona. La principal virtud literaria de López Páez es el arte de insinuar: la mordedura del deseo nunca se menciona, tal vez porque el niño no tiene palabras para nombrarla, pero las alusiones metafóricas la revisten de un misterio que acentúa su vértigo irresistible.

“Doña Herlinda y su hijo” es el cuento más conocido de López Páez, pues Jaime Humberto Hermosillo lo llevó al cine en los años 90. Paradójicamente, las sugerencias de López Páez son más provocadoras que las revelaciones explícitas de Hermosillo. Nada mejor que una discreta y elusiva confidencia para exhibir cómo funcionan los rituales del disimulo. El narrador de este memorable cuento, el amante secreto de un médico tapatío, nunca refiere con claridad el idilio homosexual que solapa su astuta suegra. Sólo se permite darnos algunos indicios de la verdad, con un pudor que acentúa la secrecía de la moral provinciana. Al adoptar los buenos modales de doña Herlinda, su esmero por guardar las apariencias, el narrador crea una atmósfera lúdica donde los valores de la moral burguesa pasan a segundo plano: el escándalo es el peligro que una buena madre debe conjurar a toda costa. La complicidad de la compresiva dama con su hijo gay no es objeto de crítica por parte del autor: más bien celebra esa victoria del cinismo sobre la moral castradora. En otros cuentos, como “Tío Chucho”, “Sí compadre, no compadre” y “El nuevo embajador”, López Páez reincidió en el mismo tema con una picardía igualmente lacónica.

Sabía que al buen entendedor no le hacen falta explicaciones y siempre corrió el riesgo de confiar en la inteligencia de los lectores (un riesgo que tal vez no le haya redituado grandes ventas). Pero no es válido etiquetarlo como escritor gay, porque su abanico de temas fue mucho más amplio.  En relatos como “La locomotora negra”, “Los invitados de piedra”, “La tarde de Tula” o “El testamento” hizo brillantes estudios de carácter sobre los estragos del arribismo, la castración psicológica de los juniors, la prepotencia machista y las patologías engendradas por el apetito de relumbrón social. No puedo ufanarme de haber leído sus obras completas, porque sólo circula en librerías una mínima parte de ellas: el resto reposa en el purgatorio de las bibliotecas, donde la mayoría de los autores contemporáneos iremos a parar tarde o temprano. Mientras alguien las desentierra de ahí (la publicación de libros electrónicos sería la mejor opción), los lectores que buscan ávidamente las novedades de siempre deberían conocer al menos El solitario Atlántico (reeditada hace poco por el FCE) y la antología de sus cuentos publicada por la UNAM, con un estupendo prólogo de José Joaquín Blanco. Esperemos que la celebración de este centenario le augure una larga vigencia.

Enrique Serna*
* Autor de El vendedor de silencio

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Enrique Serna
  • Enrique Serna
  • Escritor. Estudió Letras Hispánicas en la UNAM. Ha publicado las novelas Señorita México, Uno soñaba que era rey, El seductor de la patria (Premio Mazatlán de Literatura), El vendedor de silencio y Lealtad al fantasma, entre otras. Publica su columna Con pelos y señales los viernes cada 15 días.
Queda prohibida la reproducción total o parcial del contenido de esta página, mismo que es propiedad de MILENIO DIARIO, S.A. DE C.V.; su reproducción no autorizada constituye una infracción y un delito de conformidad con las leyes aplicables.
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