Cultura

La rosa narcótica

En el México antiguo, las tertulias de flor y canto eran algo parecido a las jam sessions de los jazzistas. Los magos de la palabra, casi todos de noble cuna, se daban cita en el burdel más elegante de Tenochtitlan, llamado eufemísticamente “casa del canto” (cuicacalli), donde invocaban a las musas departiendo con chicas de la vida alegre que danzaban ligeras de ropa. Tras la catarsis del espíritu venía el desfogue carnal, aunque algunos libertinos tal vez se comieran el postre antes de la sopa. Ningún poeta declamaba sin música. Las vibraciones del teponaztli, las percusiones del huéhuetl, el silbido de las flautas, el ulular del caracol marino y el tañido del tetzícatl (una especie de címbalo) marcaban la métrica de los poemas, distinta para cada género lírico, pero su función más importante era “hacer bajar los dioses a la tierra”, según el historiador Guilhem Olivier. La danza también era imprescindible, y un poeta que se preciara de serlo debía bailar con donaire.

El padre Angel María Garibay, benemérito recopilador y traductor de la poesía náhuatl, sostuvo, contra todas las evidencias, que en esa atmósfera orgiástica los poetas no se embriagaban. Buscaba, sin duda, exonerarlos de cualquier caída en la perdición, atribuyéndoles una serenidad apolínea incompatible con la euforia inducida, pero los propios cantos que Garibay tradujo desmienten su piadosa conjetura. Los “papagayos celestes” quizá fueran precavidos en la ingesta de pulque, pero no por ser dechados de sobriedad: bebían con mesura para no cruzarse con otras sustancias, pues sabemos que recurrían a los paraísos artificiales para encender su imaginación. Tomaban, por ejemplo, chocolate espolvoreado con poyomatli, un hongo de la rosa que al parecer les sacaba del alma suntuosas metáforas. El autor anónimo de una elegía en honor de Nezahualcóyotl puso en boca del rey poeta un elogio ferviente de esa droga olvidada: “Hay cantos floridos: que se diga/ yo bebo flores que embriagan,/ ya llegaron las flores que dan vértigo, ven y serás glorificado/. Ya retumba el tambor: sea el baile: con bellas flores narcóticas se tiñe mi corazón”. 

MOISÉS BUTZE
MOISÉS BUTZE

Menos potente que los hongos alucinógenos, el poyomatli mezclado con tabaco o disuelto en chocolate quizá permitía a los poetas controlar su propio delirio, una condición indispensable para “poner las palabras de pie”, la misión del poeta prehispánico según Miguel León Portilla. Algunos indicios sugieren que el hongo de la rosa tenía poderes afrodisiacos. En un hermoso canto erótico de Tlatecatzin, un poeta del siglo XIV, el placer carnal y el impulso lírico parecen dos vertientes del mismo río. Tras saludar a una “dulce, sabrosa mujer, preciosa flor de maíz tostado”, que invita al placer, Tlatecatzin exclama alzando su jícara: “El floreciente cacao ya tiene espuma/ se repartió la flor del tabaco. /Si mi corazón lo gustara/ mi vida se embriagaría”. La atmósfera dionisiaca evocada en estos versos sugiere que el hongo mágico soltaba las amarras del corazón, ya fuera en el canto o en el petate. 

La alabanza de las flores en la poesía náhuatl es un tópico tan reiterado que puede fastidiar a un lector moderno. Para elogiar, por ejemplo, a un guerrero águila, se le llamaba “flor de los escudos”, los campos de batalla se regaban con flores de sangre y los propios cantos eran tentativas por crear flores inmarcesibles, perfeccionando la tarea de los dioses. La rosa es la flor poética por excelencia, y al parecer los antiguos mexicanos la estimaban tanto como los europeos. El consumo de poyomatli deja entrever que las rosas mezcladas con espumoso cacao embellecían también los jardines del pensamiento. La rosa con hongos es una rosa enferma, pero los mexicas, intuyeron, antes que Baudelaire, el encanto encerrado en las flores del mal. 

Que yo sepa, el poyomatli desapareció junto con la civilización prehispánica, pues nadie lo consume en la actualidad, como sí sucede, por ejemplo, con el peyote o la extensa variedad de hongos alucinógenos (derrumbes, pajaritos, etcétera) recolectados en los bosques México. ¿Las técnicas de cultivo introducidas por los españoles erradicaron el hongo de la rosa? ¿Los insecticidas le dieron la puntilla? ¿No habrá manera de resucitarlo en algún laboratorio? Lo que sí ha prevalecido es la combinación del chocolate con sustancias psicotrópicas. Existe un mercado negro de chocohongos y algunos adolescentes eternos se han aficionado al chocomilk con mota, en busca de la juventud que perdieron o malograron. Es difícil imaginar las veladas bohemias de los poetas prehispánicos sin suspirar de nostalgia. La extinción de un paraíso artificial puede ser benéfica en términos de salud pública, pero junto con él muere una fuente de intuiciones y ensueños que tal vez nunca volverán.


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Enrique Serna
  • Enrique Serna
  • Escritor. Estudió Letras Hispánicas en la UNAM. Ha publicado las novelas Señorita México, Uno soñaba que era rey, El seductor de la patria (Premio Mazatlán de Literatura), El vendedor de silencio y Lealtad al fantasma, entre otras. Publica su columna Con pelos y señales los viernes cada 15 días.
Queda prohibida la reproducción total o parcial del contenido de esta página, mismo que es propiedad de MILENIO DIARIO, S.A. DE C.V.; su reproducción no autorizada constituye una infracción y un delito de conformidad con las leyes aplicables.
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