Una compleja urdimbre de intereses políticos y económicos busca disuadir al hombre moderno de realizar cualquier esfuerzo mental sostenido. El radio y la televisión del siglo pasado eran distractores de baja intensidad, comparados con el actual bombardeo de información, propaganda, chismorreo, memes, fotografías y videos que reclaman a todas horas la atención de un adicto a las redes sociales. Cuando yo era niño, sólo el radio portátil o el radio del auto distraían a la gente cuando estaba fuera de casa. Los radioescuchas saltaban a ritmo vertiginoso de una estación a otra, como lo siguen haciendo hasta hoy, pero antes de que se inventara el selector de canales a control remoto, los televidentes veían por lo general programas completos. Pese a la pobre calidad del entretenimiento, seguir de principio a fin una serie filmada o el capítulo de una telenovela quizá dañaba menos el poder de concentración que deglutir una retacería inconexa de escenas chuscas, frases célebres, diatribas políticas, goles, accidentes aparatosos o grageas de filosofía barata revueltas sin ton ni son. El nivel educativo o la ideología de cada persona determinan en buena medida el tipo de menudencias que deglute, pero en términos de dispersión mental, el resultado es el mismo. Ni un genio puede atar diez mil cabos sueltos. Los avances tecnológicos han convertido la conciencia en una licuadora impotente que intenta mezclar en vano elementos heterogéneos, por tener atrofiada la facultad de ilación.

La vida sería inhóspita sin actividades recreativas, porque la concentración prolongada nos encierra demasiado en el propio yo, pero como su nombre lo indica, la recreación debería fertilizar la creatividad. El hundimiento en el caos de lo fragmentario nos aleja cada vez más del verdadero recreo. En teoría, las plataformas de películas y teleseries desempeñan esa función, pero el espectador que intenta elegir entre tantas opciones tampoco se salva de buscar o rebuscar en medio del océano, leyendo a ojo de pájaro sinopsis argumentales demasiado escuetas para saber si la historia en cuestión le puede gustar o no. Tras el primer atracón de pedacería viene el segundo, pues muchas veces desechamos películas después de haber visto su arranque. Así nos evitamos ver el churro completo, pero el fallido proceso de selección aturde o embota el intelecto que pretendía refrescar. De tanto deslizar el cursor de una pantalla en búsquedas infructuosas, lo que originalmente fue una necesidad tarde o temprano engendra un vicio: el déficit de atención explotado con gran éxito por redes sociales como TikTok, donde ningún video dura más de 30 segundos. Su variopinta oferta de boberías seduce a niños, adolescentes y adultos incapaces de fijar la atención en algo. Desearían vivir en un mundo feliz donde nadie estuviera obligado a eslabonar una cadena de causas y efectos, ni mucho menos a la introspección, el abismo del que intentan escapar a toda costa. Cuanto más se expande su vacío interior, mayores ganancias genera a los encargados de rellenarlo con humo.
Ante la dictadura del sinsentido, solo la meditación zen, la curiosidad científica, la contemplación de la belleza natural y artística o la evasión creadora de la lectura pueden salvarnos de una patética involución. Desmantelar cerebros es el gran negocio de nuestra era, ya sea por medio de las drogas o de la zambullida en el ciberespacio. La gente se escandaliza por el consumo de fentanilo en Estados Unidos, pero nadie cuantifica la mortífera sobredosis de chatarra visual o escrita que diariamente aletarga a millones de seres humanos. En ambos casos, la dispersión de la conciencia sumerge al adicto en una atmósfera de irrealidad. Enajenados y ensimismados a la vez, los jóvenes que sucumben a estos paraísos artificiales quizá nunca lleguen a saber quiénes son de verdad. Perder la señal de internet equivale para ellos al síndrome de abstinencia de un yonqui. La pereza mental nunca había tenido a su servicio tal cantidad de herramientas para frustrar la diferenciación entre los individuos y el vuelo de la imaginación libre. Si en otras épocas nos espantaban con cuentos de aparecidos, lo que ahora paraliza de miedo al internauta hiperconectado es el fantasma de la soledad. Las telarañas de falsos amigos venden un antídoto fraudulento contra ese temor: socializar el tedio existencial dándole una apariencia de alegre convivio. La gente reconcentrada por lo general es solitaria, un destino que asusta a la mayoría de la gente (la degradación de la convivencia, en cambio, no parece inquietar a ningún rebaño). El inconfesado afán de las redes sociales es postergar hasta el infinito el momento en que una persona se queda sola con sus pensamientos: nada espanta más a un terrícola del siglo XXI.