En la tradición filosófica occidental, el eros ha sido relegado a menudo a la categoría de mero deseo erótico o apetito corporal, quedando reducido a un epifenómeno de la pulsión o del instinto. Sin embargo, una lectura más cuidadosa desde Platón hasta ciertos giros contemporáneos en la fenomenología revela que el eros no es simplemente una dimensión biológica o psicológica, sino una fuerza estructurante de la existencia misma, un vector ontológico que nos arranca de la clausura del yo y nos proyecta hacia lo otro, hacia lo ausente, hacia lo que nos excede.
En el Banquete, Platón describe a Eros como hijo de la carencia y el recurso.
En este linaje se cifra el doble movimiento del eros: es carencia porque nunca posee plenamente el objeto amado, y es recurso porque moviliza la creatividad, la inventiva y la apertura hacia lo inalcanzado.
Así, eros no es la satisfacción de un deseo, sino el dinamismo mismo del deseo en tanto que inagotable.
Por ello, puede decirse que eros es la tensión constitutiva de la subjetividad: el sujeto es en la medida en que desea, y desea porque carece.
Los modernos, al interpretar eros únicamente bajo las categorías de la voluntad individual o de la sexualidad naturalizada, han perdido de vista su dimensión metafísica.
Kierkegaard lo intuyó al mostrar que el amor erótico, lejos de ser simple goce, abre una dialéctica de infinito y finito, de tiempo y eternidad. Heidegger, por su parte, aunque sin tematizar eros explícitamente, dejó ver que el “ser en el mundo” está atravesado por un anhelo de sentido que es de naturaleza erótica:
el Dasein es un ser expuesto al atractivo de posibilidades que lo exceden.
El valor del eros, por tanto, no se limita a lo interpersonal ni a lo pasional.
Su verdadero alcance está en recordarnos que el existir humano es deseo en perpetuo diferimiento, impulso hacia lo otro que nunca se agota.
En un mundo dominado por la lógica del consumo, donde el deseo se trivializa como satisfacción inmediata, recuperar la dimensión originaria del eros significa recuperar la noción de que el valor de la vida no se mide por lo poseído, sino por la apertura al misterio que jamás se posee del todo.
Así, el eros, entendido filosóficamente, no es un lujo afectivo ni un residuo arcaico: es la fuerza misma que mantiene en movimiento a la conciencia, la que impide que el ser humano se encierre en la autosuficiencia estéril y lo obliga a trascenderse, a buscar en lo otro, ya sea en la belleza, en la verdad, en el rostro de un amante o en la promesa de lo divino, aquello que lo funda y lo desborda.